Como si fuera poco, este mes de
febrero se cumplen 50 años de la aparición de su gran novela, Rayuela. Ante este hecho, el reconocido
escritor nicaragüense, Sergio Ramírez
nos dice:
“Este mes de febrero se cumple medio
siglo de la aparición de Rayuela,
publicada en Buenos Aires por la Editorial Sudamericana. Julio Cortázar, que ya
el año que viene alcanza el siglo, tenía entonces cincuenta años de edad, con
lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que
se escribió en los tiempos del boom, fue la obra de un viejo que nunca dejó de
crecer, siempre de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta
quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel
personaje de William Faulkner en Desciende, Moisés.
Para los nostálgicos del Club de la Serpiente, que junto con sus miembros
originales surgidos en las páginas de Rayuela
aprendimos a despreciar el orden establecido y a ver el mal gusto delictivo que
había en apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, no deja de ser una
ofensa el silencio casi completo que se cierne sobre este aniversario.
He contado en Internet las referencias que hay sobre artículos de prensa para
recordar el fasto, y no pasan de cinco o seis. ¿Será que envejeció Rayuela junto con todos nosotros?
Supongo que no, y me consuelo diciendo que a lo mejor se trata más bien de otro
clásico olvidado.” http://www.elboomeran.com/blog-archivo/7/sergio-ramirez/2/2013/
Para recordar a Cortázar, me permito
compartir dos textos de él: El poema Los amigos y el cuento Casa
tomada.
LOS AMIGOS
En el tabaco, en el
café, en el vino,
al borde de la noche se levantan
como esas voces que a lo lejos cantan
sin que se sepa qué, por el camino.
Livianamente hermanos del destino,
dióscuros, sombras pálidas, me espantan
las moscas de los hábitos, me aguantan
que siga a flote entre tanto remolino.
Los muertos hablan más pero al oído,
y los vivos son mano tibia y techo,
suma de lo ganado y lo perdido.
Así un día en la barca de la sombra,
de tanta ausencia abrigará mi pecho
esta antigua ternura que los nombra.
al borde de la noche se levantan
como esas voces que a lo lejos cantan
sin que se sepa qué, por el camino.
Livianamente hermanos del destino,
dióscuros, sombras pálidas, me espantan
las moscas de los hábitos, me aguantan
que siga a flote entre tanto remolino.
Los muertos hablan más pero al oído,
y los vivos son mano tibia y techo,
suma de lo ganado y lo perdido.
Así un día en la barca de la sombra,
de tanta ausencia abrigará mi pecho
esta antigua ternura que los nombra.
CASA
TOMADA
Nos gustaba la
casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben
a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos
Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa
podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos
a las siete, y a eso de las once yo -le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos a
mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y
silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a
creer que era ella la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó
dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos
a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que
el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura
de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos
moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una
chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba
el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía
tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A
veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro
a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una
vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la
casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia.
Me pregunto qué
hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un
pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el
cajón de abajo de la cómoda de alcanfor
lleno de pañoletas blancas, verdes, lila, Estaban con naftalina, apiladas como
en una mercería; no tuve valor de
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la
vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba.
Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era
hermoso.
Cómo no
acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la
biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que
mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde
había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual
comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán
con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por
el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de
nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más
retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá
empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda
justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba
a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa
era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte
de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires
ser! una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay
demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los
mármoles de las consolas y entre los rombo! de las carpetas de macramé; da
trabajo sacarlo bien con plumero vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré
siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar
la entornado puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y
sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo
del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el
gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina,
calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a
Irene:
-Tuve que cerrar
la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el
tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro ?
Asentí.
-Entonces -dijo
recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el
mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me
acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros
días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas
cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que
tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene
pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y
nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa
más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también
tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no. daban las once y ya estábamos
de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a
preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos
porque resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y
ponerse a cocinar.
Ahora nos
bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba
contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso
me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas,
casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces
Irene decía:
-Fíjate este
punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después
era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene
soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los
sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el
cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se
escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos
el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso
todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce
metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum
filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que
quedaban tocando la parte tomada nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios
para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el
silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la
casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a
soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir
lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina
o tal vez en el baño porque el codo del
pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de
detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra.
Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de
la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde
empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos
siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre
sordos, a espaldas nuestras.
Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán.
Ahora no se oía
nada.
-Han tomado esta
parte --dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta
la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del
otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo
de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo
puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya
era tarde ahora.
Como me quedaba
el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la
cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la
llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
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