viernes, 15 de febrero de 2013

CORTÁZAR Y RAYUELA: NEGANDO EL OLVIDO

Julio Cortázar (1914-1984)
    La literatura hispanoamericana tiene hitos significativos; entre los mismos, Julio Cortázar (argentino nacido en Bélgica) nacido el 26 de atos de 1914.  Muere en París el 12 de febrero de 1984.
        Como si fuera poco, este mes de febrero se cumplen 50 años de la aparición de su gran novela, Rayuela. Ante este hecho, el reconocido escritor nicaragüense,  Sergio Ramírez nos dice:

    “Este mes de febrero se cumple medio siglo de la aparición de Rayuela, publicada en Buenos Aires por la Editorial Sudamericana. Julio Cortázar, que ya el año que viene alcanza el siglo, tenía entonces cincuenta años de edad, con lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del boom, fue la obra de un viejo que nunca dejó de crecer, siempre de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje de William Faulkner en Desciende, Moisés.
Para los nostálgicos del Club de la Serpiente, que junto con sus miembros originales surgidos en las páginas de Rayuela aprendimos a despreciar el orden establecido y a ver el mal gusto delictivo que había en apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, no deja de ser una ofensa el silencio casi completo que se cierne sobre este aniversario.
He contado en Internet las referencias que hay sobre artículos de prensa para recordar el fasto, y no pasan de cinco o seis. ¿Será que envejeció Rayuela junto con todos nosotros? Supongo que no, y me consuelo diciendo que a lo mejor se trata más bien de otro clásico olvidado.” http://www.elboomeran.com/blog-archivo/7/sergio-ramirez/2/2013/
    Para recordar a Cortázar, me permito compartir dos textos de él: El poema Los amigos y el cuento Casa tomada.
LOS AMIGOS

En el tabaco, en el café, en el vino,
al borde de la noche se levantan
como esas voces que a lo lejos cantan
sin que se sepa qué, por el camino.

Livianamente hermanos del destino,
dióscuros, sombras pálidas, me espantan
las moscas de los hábitos, me aguantan
que siga a flote entre tanto remolino.

Los muertos hablan más pero al oído,
y los vivos son mano tibia y techo,
suma de lo ganado y lo perdido.

Así un día en la barca de la sombra,
de tanta ausencia abrigará mi pecho
esta antigua ternura que los nombra.
CASA TOMADA

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo -le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos  allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia.
Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de  alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila, Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería;  no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban  constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires ser! una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombo! de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornado puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro ?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no. daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar.
Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y  eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz  de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían  caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el  living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo  dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez  en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir  palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos, a espaldas nuestras.
Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán.
Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte --dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

BELISARIO PORRAS: EL OREJANO


EL OREJANO
Belisario Porras
I
Belisario Porras
Podrá creerse por la palabra con que encabezamos estas lí­neas, que vamos a ocuparnos en los animales que no tienen la marca de su dueño; pero debemos advertir que no es ese nuestro propósito.         La palabra orejano, en el sentido en que la tomamos aquí, es una palabra compuesta de oreja y asno con que pudiera designarse figuradamente a los individuos de meollo endurecido. En este concepto, el calificativo orejano, podría representar un tipo, como deben representarlo todas las palabras empleadas para designar cualidades comunes a ciertas individualidades, que pare­ce las recibieran de un molde único; pero debemos apresurarnos a manifestar que tampoco nos hemos propuesto acometer tan ím­proba tarea; ni es todavía la Hectografía una ciencia bastante   ade­lantada para que nos permitamos entrar en las elevadas y abstrac­tas agrupaciones de semejanzas. Sépase que queremos únicamen­te dar a conocer un personaje que ha recibido por antonomasia aquel enojoso mote; un tipo notable del Istmo, y presentarle con todo su rústico esplendor, con su ciencia del campo, con sus creencias, con sus fiestas y cantos alegres, con sus ocupaciones habituales.
Nace en el campo o en el pueblo, y desde que abre sus ojos a la luz recibe de los habitantes de la capital, antes que de la Iglesia, el primero de los sacramentos y con él, el nombre de orejano; en lo que se ve que aquellos, a diferencia de ésta, desean perpetuar, con el bautismo de su opinión y de sus caprichos, algún pecado original del primitivo Adán de aquellos lugares; como si la actual generación de orejanos fuera responsable de los extravíos y torpe­zas de sus antepasados, o pudiera traspasarse, a modo de herencia o legado, un hecho sicológico independiente de la voluntad.
Por los rasgos de su fisonomía se puede juzgar que el orejano no es un tipo vulgar. Su cutis es blanca como la de casi todos los habitantes del Istmo en el interior mediterráneo; su nariz, aguile­ña; astuta e inteligente su mirada; sus movimientos sueltos y des­embarazados. En cuanto al vestido, debemos advertir que no es sólo un accidente de su persona, sino un distintivo especial. Véa­lo allí el lector con la gruesa zamarra de coleta, heredada al cam­pesino español, que la corrupción del lenguaje ha convertido en chamarra, y que desabotonada siempre, deja al descubierto un pe­cho abultado; el calzón chingo, terminado en la rodilla, nos per­mite admirar sus nervudas y curtidas pantorrillas, en donde la es­pina intenta inútilmente desgarrar la carne; las cutarras de cuero, especie de sandalias, aprisionan sus pies y le defienden de las as­perezas del suelo; el sombrero de paja amarilla, sostenido con un barboquejo, deja juguetear con las orejas un par de bucles riza­dos, en el peinado que llaman la galluza; y, en fin, el inseparable cuchillo, ceñido a la cintura, asoma por debajo de la zamarra que cuelga hasta el muslo, las borlas de la vaina de cuero.
Con este vestido, es imposible que pueda ser confundido el orejano; pues aunque el hábito no hace al monje, en cierto modo parece, sin embargo, que las exterioridades humanas son como re­flejos del alma. Más, hablando en rigor, este ropaje característico no es sino el vestido de trabajo de nuestro hombre; pues en los días de festividad suele agregar cotón de bayeta azul que usa en­cima de la zamarra, y que es para él lo que el poncho para el araucano, el zarape para los habitantes de México y la ruana para el habitante de la Sabana. Si concurre a uno de los bailes de ceremonia, lleva pantalón largo y camisa de finísima bretaña ­y si se aleja de la casa o del corregimiento, siempre se apercibe de su punta, que es el arma de sus riñas y de la cual hace un uso atroz con el adversario. Con ella corta y raja por el gusto de cor­tar y por ensayo, porque no consiente en manera alguna en que se diga de otro que es valiente, sin que le dé a él la prueba de su valor. Véasele en las fiestas más próximas provocando al que considera su rival: con la punta desenvainada y el sombrero a la pedrada se le acerca y le arrastra por delante el poncho o manta, que es el guante de desafío; circunstancia que basta y sobra para que sea aceptado el duelo. Cada uno se envuelve la manta en la mano y brazo izquierdos para que le sirva de escudo, y la liza se empeña en el acto entre una numerosa concurrencia de especta­dores...
Terminado este ensayo o prueba peligrosa con algunas heri­das, el agredido se inicia en el gremio de los bravos de la comarca. Sin embargo, no se crea por eso que el orejano tiene  malos  instin­tos: en las peleas nunca lleva su encono hasta matar a su antago­nista, casi siempre se contenta con dejarle una señal, y si aconte­ce una desgracia, debe atribuirse a ocasional embriaguez; a lo que se agrega que el orejano es hospitalario y generoso y que profesa profundo respeto a la sociedad.


II
    A1 establecer residencia fija, el orejano ha debido principiar, como todos los pueblos, por habitar las campiñas. Las casas de sus campos, separadas unas de otras por huertecillos y grandes ex­tensiones de terreno, han determinado en nosotros esta creencia. Probablemente del estado nómade ha pasado al de ciudad, a modo de campamento, al estilo de las primeras ciudades del mun­do, según lo vemos al estudiar las costumbres de los germanos, que establecían residencia fija a orillas de alguna colina.
Nada hay tan bello como los campos donde habita esta senci­lla gente; grandes llanadas, interrumpidas sólo por preciosas co­linas y pequeños matorrales semejantes a oasis en el desierto; de trecho en trecho las graciosas y encantadoras casitas del orejano, rodeadas de huertecillos y sobre una propiedad territorial común. Los árboles parecen disputar en algunos espacios el dominio del llano; y las corrientes que se desprenden de la sierra y llevan sus caudales al mar, pasan tranquilas por la sabana silenciosa.
El segundo modo de asociarse el orejano es el de agruparse en aldeas, a lo cual ha contribuido no poco la religión. En efecto; en todas partes ha comenzado el mundo por el culto de los sepul­cros, y la religión se ha ligado a la historia de los tiempos pasados para explicar éstos con los misterios de aquellos. La idea de una Divinidad tutelar ha contribuido así, con las necesidades de la asociación, a unir a los pobladores del caserío con estrechísimos lazos; y al par que ha ido adquiriendo carácter popular la religión, el caserío se ha ido convirtiendo en aldea, y el orejano ha unido entonces a sus labores agrícolas y pastoriles, y a la caza y a la pes­ca, el comercio con la ciudad y la explotación de las salinas.
Sin embargo, es de observarse que si en ese sentido ha ejerci­do influencia la religión, no ha sucedido lo mismo con respecto a la más noble de las instituciones humanas, la institución del ma­trimonio; porque, en general, no es considerada como una institu­ción eclesiástica ni civil. El hogar se constituye, en el mayor nú­mero de casos, sin los ritos de la iglesia y sin las fórmulas de la ley.
La historia del amor entre ellos es en el fondo la historia de todos los amores. En los días de festividad, que son las ocasiones oportunas y felices, el mancebo puede ver a su sabor a la orejana, y admirar su destreza en el baile y sus bellas formas y movimien­tos; de igual manera que ella puede admirar también la agilidad y vigor varonil, la robustez y resistencia, la agudeza y la inspira­ción poética de su amoroso Hércules. Las miradas se cruzan, y Cupido se encarga de herir sus sencillos corazones. Desde enton­ces, todo es suspirar y soñar, y ya el pueblo, ya la nueva festivi­dad son los lugares de cita donde se renuevan los motivos de la pasión y las protestas del cariño. Es para la amada el lirio blanco que crece en la barranca de la corriente; para ella son los cantos inspirados; para ella las sentidas entonaciones del chinchorro. La fuente a donde va descalza a henchir el rojo cántaro, es más tarde el lugar de la cita casi diaria. Allí concurre y espera a la virgen de sus rústicos amores; y allí concurre ella y confía al mancebo sus sueños y sus esperanzas. El amor se enardece y vigoriza cada día más entre esa múltiple naturaleza, variada en impresiones, con sus mil rumores misteriosos. Sin embargo la honestidad de los jóve­nes y el respeto a los mayores es una barrera inexpugnable; y sólo después de obtener de ella el deseado consentimiento, el mance­bo orejano, gozando de las dulzuras del misterio, roba en las an­cas de su brioso alazán, a quien saca del hogar de sus padres al fa­vor de la noche y del silencio ...
Con ella parte veloz a la nueva morada que ha rodeado de na­ranjos y ciruelos; y desde entonces quedan establecidos con este original ayuntamiento los elementos de un nuevo hogar.
Se ve, pues, que el orejano no tiene ceremonias nupciales, al contrario de otros pueblos que han considerado este acto como uno de los más importantes de la vida, mientras más desarrollada es su civilización, por lo cual lo han mirado con religiosidad y res­peto.

III
El orejano tiene cualidades asombrosas para el progreso, no obstante que en repetidas ocasiones el estímulo y los motivos que le aguijonean en sus labores habituales han recibido rudos golpes de los mismos que se han dicho garantizadores de la propiedad. Las enormes y numerosas contribuciones que pesan sobre él, han entibiado el ardor por el trabajo; y los empréstitos forzosos han contribuido a que los pequeños ahorros, acumulados en tesoros, que ocultan en la tierra, sean capitales improductivos, semejantes a los del turco, en la vida que lleva de continua inseguridad.
Con una propiedad territorial común, como son para el oreja­no las tierras indultadas, la agricultura ha marchado por esta otra circunstancia con muy lentos pasos. "Un campo es propiedad de quien lo desmontó, limpió y trabajó, así como un antílope pertenece al primer cazador que lo hirió." Estas palabras de un Códi­go célebre son aplicables al proceder agrícola del orejano, quien sólo necesita labrar una cruz sobre la corteza de cada árbol de un circuito dado, para marcar como un signo de propiedad de tan original manera toda la extensión del terreno que las cruces abar­can, herencia que ha recibido el orejano de nuestros padres, los conquistadores españoles.    Pero es de advertirse que la propiedad dura hasta que se colecta la cosecha, y entonces se devuelve a la naturaleza, en rastrojo, lo que se obtuvo de ella en lujosa y feraz vegetación; porque aperezado el orejano, busca para la siembra el terreno virgen y tupido de árboles, para evitarse la molestia de emplear el arado y otros sistemas usados en la agricultura con los terrenos trabajados; por lo que se ve que el Istmo es la única tie­rra en donde el buey no ara.
Sin embargo, es digna de mención la manera de trabajar en juntas, en el desmonte y la siembre, en la cosecha y en la cons­trucción de casas; porque este procedimiento, procurando diver­sión para los trabajadores, es eminentemente económico y de prontos y muy eficaces resultados.
Cuando el orejano juzga que está próximo el invierno, hace la invitación para la junta del desmonte, lo cual tiene lugar poco más o menos a principios de Mayo. Esta invitación verbal se hace el domingo, cuando concurren al pueblo todos los orejanos de los corregimientos vecinos a cumplir con el mandamiento primero de la Santa Iglesia Católica, y a hacer compras de zaraza y de coleta, de aguardiente y otros artículos; invitación en feria, porque estas pobres gentes ignoran el arte de la escritura y ninguna ocasión se presenta más afortunada que la de ese día en que se ven y se sa­ludan los compadres de distintos campos, se piden noticias de las novillas cimarronas y se traza en la arena de la calle el hierro que les sirve de señal.
Cuando se encuentra ya cercano el día de junta, los moceto­nes afilan sus machetes y cuchillos, y las bellas orejanas riegan con más esmero y cuidado los botones de claveles que aparecen en los floreros de las talanqueras, y sueñan dulcemente con las mejoranas y con el punto que han de bailar en las vísperas, las que son desde entonces materia de las conversaciones familiares. El entusiasmo corre de campo en campo, y en la tarde del día es­perado se ve por todos los caminos al orejano en traje de baile. Con los últimos crepúsculos del día llega a la enramada que es ya un lugar de verdadera fiesta. Allí se renuevan los abrazos del do­mingo y se besan las comadres y se habla de la roza y de la siembra, del tiempo poco lluvioso y de la escasez de pastos. Las ocupaciones se distribuyen según la edad, el porte y la belleza de las damas. La más hermosa y bonita campesina es siempre destinada a hacer las bebidas refrescantes de arroz y piña. Esta es la chicha orejana, la más deliciosa y delicada de las bebidas populares. Las viejas se ocupan en asar las tortillas en unas grandes camelas, las muchachas muelen el maíz cocido, machacándolo entre dos pie­dras, y con gracia seductora hacen aquellas tortas en las palmas de las manos. Llega la noche, las luces, en faroles, principian a iluminar el vasto espacio de la enramada y los músicos dejan esca­par algunos sonidos de sus instrumentos. La danza comienza y es seguida de la mejorana entre el tumulto de parejas. A un wals sigue una polka y otro wals hasta que llega el momento de hallar el punto, bambuco original de aquella tierra en el cual está carac­terizado el panameño. Este es el momento de más entusiasmo para el orejano: un ancho círculo da campo bastante a la pareja, que principia, con fingida modestia, por dar una vuelta, y luego por hacer figuras con inimitable agilidad; llegado el pito o zapa­teo, extremo y final, el entusiasmo de los danzantes y de los es­pectadores raya en locura; los pañuelos y las flores caen a los pies de los danzantes y el mancebo, si es pretendiente de la dama le tira al ruedo puñados de monedas. Las orejanas son tipo nota­bilísimo de belleza y de hermosura; y el conjunto de sus adornos es un mundo de joyas que llevan en la cabeza, en el pecho en las orejas y en los dedos.  Véala allí el lector con los cordones de fi­ligrana y cabrestillos formados con escudos coronados de ador­nos y pendientes de la cadena, que cuelgan del precioso cuello al palpitante seno. Sus trenzas negras o rubias caen tejidas a la espalda y son aparentemente sostenidas en la cabeza con peine­tas de carey, oro y perlas. La camisa con numerosas arandelas, cintas, trencillas y encajes deja descubiertos la mitad del pecho y una parte de los brazos, y forma con las polleras de linón flo­reado y transparente un vestido raro pero lleno de gracia y atrac­tivo. Las joyas se multiplican hasta la cintura, en donde apare­cen, en cada cuadril, cuatro botones de oro que parecieran en­clavados y como sosteniendo las polleras. Con flores blancas y rojas forman ramilletes vistosísimos que colocan entre las tren­zas, y las muchas peinetas de tocado. Con estos adornos, que hacen resaltar su natural belleza, la orejana es preciosa. Bien haya, pues, que el orejano arroje monedas a los pies de ella por conquistar una chispeante mirada o una sonrisa picante.
Con la noche que acaba, concluyen también las vísperas; y, apenas asoma el lucero de la mañana, vuelven a encenderse los fogones, las piedras de moler vuelven a crujir y el orejano cam­bia su vestido de baile por la zamarra de coleta y el calzón chin­go; toma el machete y pronto ve uno convertido al dandy de la noche en un robusto labriego.
La mata que se ha de tumbar está cercana, a cuatro pasos de la enramada; y cuando apenas alborece el día, ya los macizos troncos de la selva ceden al empuje del hacha y del machete. En­tonces se verifica un torneo, el torneo de la fuerza y de la resis­tencia: dos mozos se desafían con la mirada, y colocado el uno al lado del otro van abriendo surcos y trochas en el tupido mon­te, animándose con voces dadas al compás de los golpes del ma­chete. En estos casos el vencedor se llena de gloria, y la fama de sus triunfos suele volar de boca en boca y hasta de campo en campo. Pronto queda la roza descuajada de árboles que ruedan por el suelo, esperando el tiempo de la quema y la junta finaliza sus tareas con una abundante comida de sancocho, mondongo y chanfaina.
No es este sistema de trabajo, por medio de la asociación, más fecundo y barato que el de peones? No se revela en las juntas un sentimiento de concordia y de fraternidad? A la diversión sigue el estímulo para el trabajo y los combates; y un hombre pobre, un labriego infeliz ve en pocos, poquísimos días, tumbado el monte, cercada la roza, sembrado el maíz, surgido de la nada su modesto albergue. Con cuántos peones y salarios hubiera conseguido lo que ha visto realizar en menos de una semana con los esfuerzos combinados de todos los campesinos de los alrededores. Los gastos de la junta se reducen a muy poca cosa: uno o dos novillos, algunas cuartillas de arroz y otras de maíz, algunos cántaros de miel.  Bendita sea la asociación hasta en su forma más ru­dimentaria! Ella realiza los prodigios del arte y armoniza en la separación de las ocupaciones hasta las más complicadas labo­res...
IV
Cuando ya el grano se encuentra amontonado en el jorón, el invierno ha dejado el turno al ardoroso verano. La pajita de las llanuras principia a marchitarse: el ganado enflaquece, y el hacen­dado se ve en el caso de llevarlo a la tierra donde el pasto natural abunda y las corrientes de agua no se estancan jamás. Entonces llega el tiempo de las hierras, que es para el ganadero lo que es la época de las cosechas para el agricultor, y una fiesta campestre que se recibe con júbilo en todos los alrededores de la campiña.
Recuérdese la descripción que hicimos de los corregimientos, en extensas sabanas interrumpidas sólo por algunas matas, colinas y arbustos espinosos, con las casas colocadas a diez y veinte cua­dras de distancia, y entonces podremos acercarnos al lugar de la hierra donde se encuentran reunidos todos los mayorales y mocetones de los campos y pueblos vecinos, luciendo en famosos potros de carrera, su gallardía y agilidad.
El ganado se encuentra acorralado; y durante la mañana el hierro en ascuas ha dejado a los animales nuevos la señal del due­ño. Las flautas, violines y panderetas dejan oír alegres bambucos, cuyos sonidos parece que juguetearan en el ancho espacio de la llanura. Los meros espectadores se hallan encaramados en los árboles del corral o en palcos construidos a la ligera. El aguar­diente se consume a grandes tragos, y todo es animación en esas fiestas de la abundancia. Dada la señal a uno y a largos interva­los, van saliendo a escape los novillas del corral, en pos de los cuales se lanzan ágiles, un par de robustos mozos que se disputan en la rápida carrera el derecho de colearlos; y ora a pie, ora a ca­ballo, con maestría y vigor, dan en tierra con ellos entre los aplausos de los concurrentes. Las muchachas les alientan con ha­lagüeñas y provocativas sonrisas y a veces suelen premiar furtiva­mente al vencedor con claveles encarnados o blancas azucenas. Y tal así como del baile, del teatro y otras diversiones de la ciu­dad, sale el germen de muchas aventuras amorosas en la hierra el amor endilga primorosamente sus flechas a los sencillos corazo­nes de los labriegos orejanos. Oh! cuántas muchachas ardiente­mente impresionadas con el mancebo de fornidos músculos, pe­cho levantado y vigorosos brazos, que más que otros pudo en­clavar en tierra los cuernos de los más forzados novillos! y con el ligero de piernas que en la carrera supo siempre dejar atrás a sus compañeros! Y así en la ciudad, como en el campo ¡cuántas noches de delirio por una cualidad no sobrepujada! y así en la ciudad, como en el campo, ¡cuántos corazones sorprendidos en la tela que entreteje maravillosamente la imaginación!
La fiesta concluye cuando la noche principia a ennegrecer el vasto horizonte de la llanura. Entonces los orejanos se dirigen en grandes grupos a sus respectivos corregimientos, entonando ale­gres coplas y sentidas canciones cuyas notas van a perderse triste­mente a muy largas distancias por la llanura, y llevan al alma del caminante un tinte de melancolía en esas horas de los recuerdos.

V
El orejano honra las musas como ningún otro pueblo; y la gaya ciencia de sus ministriles, en nada inferior a la de los can­tores de la guavina y del bunde, endulza su existencia y presta de­sahogo a sus pasiones rudas.
Como ha carecido de tiempos heroicos, no tiene, es verdad, crónicas poéticas ni romances guerreros; pero, en cambio, ha for­mado de ciertos hechos y personajes, leyendas interesantes, pu­ramente humanas y altamente favorables a la fantasía.
El medio poético en que se halla colocado le hace sentir el espíritu de la poesía en todas partes. Suave le respira en las flores silvestres; suspirando le escucha en la brisa de las playas; quejoso y suplicante le oye en las olas que mueren en los farallones y en las hondas cavernas de las costas.
Su alma vive de emociones, tiernas y apacibles ahora, a veces fuertes; porque la Naturaleza es todavía para él un arcano de quimeras, y ve en el mundo la dulce realidad de los seres. Su alma tiene esa enérgica ansiedad de la ignorancia y ese curioso anhelo del deseo, que ciego y tembloroso, arrastra al hombre a la morada de las maravillas. Por eso su imaginación es un monstruo insacia­ble que devora a sus propios hijos, como lo hacía el feroz Satur­no.
Sus leyendas caprichosas, tomadas de la Naturaleza, satisfa­cen sólo a medias, a falta de la Filosofía, aquella curiosidad y aquel anhelo. Véseles en las noches claras de verano agruparse con gusto debajo de algún árbol que da sombra a los trapiches, en las barrancas de algún río, para escuchar las relaciones fantás­ticas de sus ministriles prosadores; o bien acurrucados en el cara­manchel de proa de las naves costaneras, recogiendo con avidez todas las palabras de los cuentos marinos...
Pero el espíritu poético no sólo se ha manifestado en la ávi­da ansiedad y en las leyendas narrativas del orejano. En esta sen­da florida ha encontrado siempre la imaginación numerosos ele­mentos que fecundar. Hase manifestado también el espíritu poé­tico en la música y el canto; en aquella por las dulces cuanto enérgicas evocaciones de una vida de memorias y de una vida de porvenir; en éste por el grito de angustia o de victoria de la pa­sión, en las modulaciones de la voz forzosamente enlazadas con las impresiones morales. Las vaporosas visiones del pasado nece­sitan muchas veces de un timbre poderoso que las despierte de su profundo sueño, de algo que vaya a la idea, que hiera profunda­mente el alma; y ese timbre poderoso de los sentimientos huma­nos no es otro que la música, el cual aparece con el hombre, en su cuna le arrulla, le acompaña en las dichas y pesares, y hasta la tumba le lleva. Por eso el cantor es entre ellos un ser privilegiado que anda de víspera en víspera y de velorio en velorio, cantando propios y ajenos amores o satirizando al gobierno- cantando las peripecias y peligros de algún marino o ensalzando el valor de al­gún valiente. Donde quiera que hay una fiesta, allí está él con su chinchorro especie de bandurria antioqueña-, rodeado siempre en las cantinas de un coro de entusiastas que escuchan embelesa­dos. El socavón, hermano de la dulce guavina, se va calentando poco a poco, y entonces varios cantores suelen disputarse la vic­toria en una lucha de canciones y décimas notables muchas veces por la agudeza de las ideas que contienen; sencillas si relatan las escenas campestres, metafóricas y pomposas cuando son muy re­buscadas las comparaciones. Las coplas suelen ser muy felices y mucho más dulces y tiernas que el tonito ecuatoriano. Cuando el cantor se siente electrizado por el licor y la presencia de las be­llas, todos sus versos son improvisaciones a unos ojitos negros, a un lunar que él ha visto en la mejilla, a un clavel que se halla prendido entre las negras trenzas. No será nuestro ministril el mismo trovador del siglo diez y siete, más tosco, o si se quiere, menos instruido?
En todas partes, donde el hombre no ha dejado perpetuar en su estirpe la esclavitud y la infamia, y ha desarrollado sus instin­tos y aptitudes, ha sido siempre poeta, y ha buscado en la músi­ca un medio de endulzar las tristezas de la vida y de dar rienda suelta al alma para que se espacie por un mundo encantado de imaginativas creaciones. Por eso nunca han sido poetas los pue­blos embrutecidos en la esclavitud; y por eso desde los primeros tiempos le ha cantado el hombre a la bella Libertad.
En nuestro país casi todos los pueblos tienen esa ardiente fan­tasía que los hace poetas. La variedad de entonaciones en sus cantos es sólo el tinte especial de las diversas localidades. Así son tiernas y dulces, como el yaraví chileno, las guavinas de la Antio­quia feliz: monótonas y melancólicas, como el canto noruego, las canciones del indio en la apartada y deliciosa altiplanicie; y agu­das y picantes las mejoranas y socavones del Istmo. Pero aunque variadas las entonaciones, siempre el tiple aquí, allá la bandurria y el chinchorro allí, han expresado,  unas veces los tiernos senti­mientos del corazón y la vida del hogar otras la ávida ansiedad del alma.

VI
Vemos, pues, que en todo estampa la Naturaleza el sello de sus condiciones; aquí en las cosas que produce y en las personas que se desarrollan; allá en las cualidades de esas mismas cosas y personas. La variedad en las propiedades humanas, tanto físicas como morales, es en parte, resultado de aquellas condiciones na­turales a las cuales se amoldan éstas inaparentemente. Por eso se nota cierta diferencia en las entonaciones de voz en los habitantes de una comarca aunque hablen un mismo idioma; así, los nacidos en las montañas pronuncian las palabras con dejadez y lentitud; con rapidez son pronunciadas por los habitantes de las llanuras, los valles y las costas; un tanto gangoso, dulce y algo afeminado en las partes elevadas y mesetas; es fuerte, argentino y varonil el lenguaje en las costas y en las partes bajas del territorio.
En Bogotá y en todos los pueblos de la altiplanicie las voces son empleadas en diminutivo generalmente, no así en las costas del Pacífico y del Atlántico, en donde son raras estas dulces ter­minaciones que tanto se usan en las conversaciones familiares, y en donde, además, el sonido fuerte de la "r" predomina sobre todos los demás, haciendo muchas veces cambios sustanciales con la "1".
En aquellas costas el sonido suave y silbado de la "s" desapa­rece, si es final, o pasa de una sílaba a la otra. Así, dicen lo peje, por los peces, comites, por comiste. La "h", ya se halle en princi­pio o en medio de dicción, es reemplazada por la "j", cuyo soni­do es fuerte y áspero; y, en fin, la supresión de las terminaciones ad, ado, ada, es más común y frecuente que en Bogotá; así como por rapidez en la pronunciación de la "r" y la "1" final se supri­men también en ocasiones, duplicando entonces la vocal en que termina la palabra.
     Esta es una observación que puede aplicarse, generalizando, a todos los habitantes de las costas de América. Sin embargo, es el orejano una excepción de la regla, aunque mora en costas, en toda la extensión del terreno comprendido en el Istmo de las montañas al mar; pues es más suave y dulce su lenguaje que el del habitante de la ciudad de Panamá, Colón, Chagres y Porto­belo. El dice, por ejemplo, de una vaca que es jorra o ajorra, por ahorra; y que es de jarina de pan, y que no hay gualdad en él gobierno, y que es bueno comel cuando se tiene hambre; pero no dice que Manuer es un negrito bozaa. El orejano usa de la "s", ya se halle ésta en final o en principio de dicción; y a diferencia del mulato, cambia la "r" en "1" para hacer más suave la pro­nunciación.
Sorpréndese uno al encontrar en el lenguaje del orejano voces metafóricas de una lógica irrecusable. Así, por ejemplo, la ac­ción del adulterio la expresa él con el verbo quemar, y dice: fula­nita ha quemado a su marido.   La pena que sufre por amores, es cabanga, palabra que en el Istmo indica un dulce agradabilísi­mo, pero indigesto.
Innumerables serían los ejemplos que podríamos presentar para ilustrar la materia; pero este corto ensayo no nos lo permite, y debemos contentarnos con lo dicho.
VII
Hasta aquí hemos seguido al orejano desde la cuna y nos he­mos detenido a veces en el curso de su existencia a mirar con re­gocijo sus graciosas viviendas y sus labores habituales; sus raros y alegres pasatiempos y las cualidades distinguidas que le adornan en medio de su conjunto agreste. Detengámonos ahora al borde de la tumba en donde termina su carrera, que a más de un motivo de entretenimiento y satisfacción de la curiosidad, nos servirá para deducir la índole de aquel pueblo, que se transpira también en estas últimas manifestaciones de la vida.
No nos parece extraño el regocijo a que se entregan los oreja­nos en las campiñas del Istmo, cuando muere un niño, a quien consideran un ángel que se remonta con ágiles alas a la mansión de la Inocencia. Por qué llorar y entregarse al dolor cuando el al­ma se desprende del barro vil que la aprisiona? Así, pues, entre los orejanos el velorio de un niño es una velada dulce y agradable; una mesa donde reposa el muertecito, adornada con flores y luces, ocupa la mitad de la sala, y alrededor en pequeñas mesas, los concurrentes juegan barajas y toman café y bebidas refrescantes. Las risas y carcajadas alternan con los chistes y los cantos; los ga­lanteos amorosos de los jóvenes, con los cuentos de la vida de an­taño, de las viejas. El espíritu de la alegría y de la felicidad pare­ce que retemplara los ánimos y los dispusiera a sentir lo agradable de la vida sin que la realidad de la muerte sea bastante para incli­narles a las consideraciones dolorosas que la tumba ofrece.
Sin embargo, si esto sucede con un niño en quien se supone la inocencia y la pureza, no acontece lo mismo cuando muere un malvado o un asesino, para quien no hay más sepultura que una fosa en campo raso, lejos del cementerio de los justos.
El espanto penetra entonces en todos los corazones; las fami­lias se recogen más temprano, y la noche es una noche de terror e insomnio. La asustada imaginación cree ver el alma del asesino, vagando por el huerto, penetrando a la casa por las rendijas de la puerta, y en vano intenta el orejano cerrar los ojos, porque la sombra lo persigue, y oye su voz y siente el olor azufrado del in­fierno, y a las campanas que doblan con tristeza, llamando al arrepentimiento el ánimo descarriado y vagabundo.
Y no se crea que estas impresiones profundas dejen de ser du­raderas. Motivos hay que las renuevan y perpetúan; influyendo saludablemente en aquellos corazones, tan dispuestos a recibir el riego de la virtud.
A orillas de algún camino se ha abierto la huesa para recibir los despojos y sobre ella se ha levantado una tosca cruz de palo, y en su base se han amontonado piedras. Ningún orejano pasa por delante de ella sin descubrirse y elevar sus preces a la Provi­dencia, y sin llevar en el alma un tinte de melancolía y terror.
    Es verdad que no todas estas cruces indican la tumba del malvado; pero generalmente son la enseña de algún acontecimien­to trágico: aquí, dos enemigos se encontraron y después de una reyerta terrible se vio caer a uno de ellos cubierto de heridas mor­tales; a dos pasos del lugar que fue manchado con la sangre hu­mana fue enterrado, y una cruz se levantó enseguida. Allá viaja­ba descuidado un campesino, y un par de descargas le tendieron en el suelo, moribundo; la huesa se abre y una cruz de palo ad­vierte al caminante el horrible suceso.
Hechos son estos que revelan, al par que la piedad del oreja­no, un secreto terror por el crimen; y siendo, como es, su vida tranquila, la muerte violenta no puede menos que dejar en él duraderas y muy profundas impresiones.
Cuando no es un niño ni un malvado el que muere, sino un hombre útil, entonces se manifiesta el egoísmo de la pena en el llanto y el luto; y dan rienda suelta al humano dolor todos aque­llos para quienes es una pérdida la eterna ausencia del difunto. Entonces en el velorio se rezan oraciones y rosarios, y en el en­tierro no acompaña otra música que la del miserere. Si el muer­to es hombre rico, hay pompa en las ceremonias fúnebres, y si es pobre lo conducen al campo santo en una barbacoa con dobles de campana.
No así en la ciudad capital del Estado, donde se conserva para los ricos la costumbre de los banquetes fúnebres. Allí, en esa ciu­dad, la casa es toda crespón negro, excepto en el comedor, en donde hay francachela.  Una vez que ha terminado la última par­te de la obligación para con los muertos, es decir, una vez que se ha echado en la huesa el último grano de polvo, la concurrencia se vuelve a casa de los herederos del difunto, donde un opíparo banquete no espera más que a los convidados, para hacerles gus­tar los sabrosos manjares y los exquisitos vinos. Entonces la es­cena del duelo alterna con la escena del placer. En los aposentos se llora y se suspira, y en el comedor se bebe y se ríe y todo es bullicioso festín, porque la gastronomía no admite seriedad ni mala cara.  Los muslos del pavo, las alas de la gallina y los perni­les de la lechona, van desapareciendo en aquel gustar de platos diversos. El champagne humea y los brindis siguen naturalmen­te por la felicidad del difunto en la otra vida. Así alternan y con­trastan estas escenas de duelo y de placer, y así se palpa la reali­dad de la vida en aquella ciudad!

Bogotá, lo. de marzo de l882­.
Tomado de Rodrigo Miró. El Ensayo en Panamá. Presidencia de la República. Biblioteca de la Cultura Panameña.

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