EL OREJANO
Belisario Porras
I
Belisario Porras |
Podrá
creerse por la palabra con que encabezamos estas líneas, que vamos a ocuparnos
en los animales que no tienen la marca de su dueño; pero debemos advertir que no
es ese nuestro propósito. La
palabra orejano, en el sentido en que la tomamos aquí, es una palabra compuesta
de oreja y asno con que pudiera designarse figuradamente a los individuos de
meollo endurecido. En este concepto, el calificativo orejano, podría
representar un tipo, como deben representarlo todas las palabras empleadas para
designar cualidades comunes a ciertas individualidades, que parece las
recibieran de un molde único; pero debemos apresurarnos a manifestar que
tampoco nos hemos propuesto acometer tan ímproba tarea; ni es todavía la Hectografía
una ciencia bastante adelantada para
que nos permitamos entrar en las elevadas y abstractas agrupaciones de
semejanzas. Sépase que queremos únicamente dar a conocer un
personaje que ha recibido por antonomasia aquel enojoso mote; un tipo notable
del Istmo, y presentarle con todo su rústico esplendor, con su ciencia del
campo, con sus creencias, con sus fiestas y cantos alegres, con sus ocupaciones
habituales.
Nace
en el campo o en el pueblo, y desde que abre sus ojos a la luz recibe de los
habitantes de la capital, antes que de la Iglesia , el primero de los sacramentos y con él,
el nombre de orejano; en lo que se ve que aquellos, a diferencia de ésta,
desean perpetuar, con el bautismo de su opinión y de sus caprichos, algún
pecado original del primitivo Adán de aquellos lugares; como si la actual
generación de orejanos fuera responsable de los extravíos y torpezas de sus
antepasados, o pudiera traspasarse, a modo de herencia o legado, un hecho
sicológico independiente de la voluntad.
Por
los rasgos de su fisonomía se puede juzgar que el orejano no es un tipo vulgar.
Su cutis es blanca como la de casi todos los habitantes del Istmo en el
interior mediterráneo; su nariz, aguileña; astuta e inteligente su mirada; sus
movimientos sueltos y desembarazados. En cuanto al vestido, debemos advertir
que no es sólo un accidente de su persona, sino un distintivo especial. Véalo
allí el lector con la gruesa zamarra de coleta, heredada al campesino español,
que la corrupción del lenguaje ha convertido en chamarra, y que desabotonada
siempre, deja al descubierto un pecho abultado; el calzón chingo, terminado en
la rodilla, nos permite admirar sus nervudas y curtidas pantorrillas, en donde
la espina intenta inútilmente desgarrar la carne; las cutarras de cuero,
especie de sandalias, aprisionan sus pies y le defienden de las asperezas del
suelo; el sombrero de paja amarilla, sostenido con un barboquejo, deja
juguetear con las orejas un par de bucles rizados, en el peinado que llaman la
galluza; y, en fin, el inseparable cuchillo, ceñido a la cintura, asoma por
debajo de la zamarra que cuelga hasta el muslo, las borlas de la vaina de
cuero.
Con
este vestido, es imposible que pueda ser confundido el orejano; pues aunque el
hábito no hace al monje, en cierto modo parece, sin embargo, que las
exterioridades humanas son como reflejos del alma. Más, hablando en rigor,
este ropaje característico no es sino el vestido de trabajo de nuestro hombre;
pues en los días de festividad suele agregar cotón de bayeta azul que usa encima
de la zamarra, y que es para él lo que el poncho para el araucano, el zarape
para los habitantes de México y la ruana para el habitante de la Sabana. Si concurre a
uno de los bailes de ceremonia, lleva pantalón largo y camisa de finísima
bretaña y si se aleja de la casa o del corregimiento, siempre se apercibe de
su punta, que es el arma de sus riñas y de la cual hace un uso atroz con el
adversario. Con ella corta y raja por el gusto de cortar y por ensayo, porque
no consiente en manera alguna en que se diga de otro que es valiente, sin que
le dé a él la prueba de su valor. Véasele en las fiestas más próximas
provocando al que considera su rival: con la punta desenvainada y el sombrero a
la pedrada se le acerca y le arrastra por delante el poncho o manta, que es el
guante de desafío; circunstancia que basta y sobra para que sea aceptado el
duelo. Cada uno se envuelve la manta en la mano y brazo izquierdos para que le
sirva de escudo, y la liza se empeña en el acto entre una numerosa concurrencia
de espectadores...
Terminado
este ensayo o prueba peligrosa con algunas heridas, el agredido se inicia en
el gremio de los bravos de la comarca. Sin embargo, no se crea por eso que el
orejano tiene malos instintos: en las peleas nunca lleva su
encono hasta matar a su antagonista, casi siempre se contenta con dejarle una
señal, y si acontece una desgracia, debe atribuirse a ocasional embriaguez; a
lo que se agrega que el orejano es hospitalario y generoso y que profesa
profundo respeto a la sociedad.
II
A1 establecer residencia fija, el orejano
ha debido principiar, como todos los pueblos, por habitar las campiñas. Las
casas de sus campos, separadas unas de otras por huertecillos y grandes extensiones
de terreno, han determinado en nosotros esta creencia. Probablemente del estado
nómade ha pasado al de ciudad, a modo de campamento, al estilo de las primeras
ciudades del mundo, según lo vemos al estudiar las costumbres de los germanos,
que establecían residencia fija a orillas de alguna colina.
Nada
hay tan bello como los campos donde habita esta sencilla gente; grandes
llanadas, interrumpidas sólo por preciosas colinas y pequeños matorrales
semejantes a oasis en el desierto; de trecho en trecho las graciosas y
encantadoras casitas del orejano, rodeadas de huertecillos y sobre una
propiedad territorial común. Los árboles parecen disputar en algunos espacios
el dominio del llano; y las corrientes que se desprenden de la sierra y llevan
sus caudales al mar, pasan tranquilas por la sabana silenciosa.
El
segundo modo de asociarse el orejano es el de agruparse en aldeas, a lo cual ha
contribuido no poco la religión. En efecto; en todas partes ha comenzado el
mundo por el culto de los sepulcros, y la religión se ha ligado a la historia
de los tiempos pasados para explicar éstos con los misterios de aquellos. La
idea de una Divinidad tutelar ha contribuido así, con las necesidades de la
asociación, a unir a los pobladores del caserío con estrechísimos lazos; y al
par que ha ido adquiriendo carácter popular la religión, el caserío se ha ido
convirtiendo en aldea, y el orejano ha unido entonces a sus labores agrícolas y
pastoriles, y a la caza y a la pesca, el comercio con la ciudad y la
explotación de las salinas.
Sin
embargo, es de observarse que si en ese sentido ha ejercido influencia la
religión, no ha sucedido lo mismo con respecto a la más noble de las
instituciones humanas, la institución del matrimonio; porque, en general, no
es considerada como una institución eclesiástica ni civil. El hogar se
constituye, en el mayor número de casos, sin los ritos de la iglesia y sin las
fórmulas de la ley.
La
historia del amor entre ellos es en el fondo la historia de todos los amores.
En los días de festividad, que son las ocasiones oportunas y felices, el
mancebo puede ver a su sabor a la orejana, y admirar su destreza en el baile y
sus bellas formas y movimientos; de igual manera que ella puede admirar
también la agilidad y vigor varonil, la robustez y resistencia, la agudeza y la
inspiración poética de su amoroso Hércules. Las miradas se cruzan, y Cupido se
encarga de herir sus sencillos corazones. Desde entonces, todo es suspirar y
soñar, y ya el pueblo, ya la nueva festividad son los lugares de cita donde se
renuevan los motivos de la pasión y las protestas del cariño. Es para la amada
el lirio blanco que crece en la barranca de la corriente; para ella son los cantos
inspirados; para ella las sentidas entonaciones del chinchorro. La
fuente a donde va descalza a henchir el rojo
cántaro, es más tarde el lugar de la cita casi diaria. Allí concurre y espera a
la virgen de sus rústicos amores; y allí concurre ella y confía al mancebo sus
sueños y sus esperanzas. El amor se enardece y vigoriza cada día más entre esa
múltiple naturaleza, variada en impresiones, con sus mil rumores misteriosos.
Sin embargo la honestidad de los jóvenes y el respeto a los mayores es una
barrera inexpugnable; y sólo después de obtener de ella el deseado
consentimiento, el mancebo orejano, gozando de las dulzuras del misterio, roba
en las ancas de su brioso alazán, a quien saca del hogar de sus padres al favor
de la noche y del silencio ...
Con
ella parte veloz a la nueva morada que ha rodeado de naranjos y ciruelos; y
desde entonces quedan establecidos con este original ayuntamiento los elementos
de un nuevo hogar.
Se
ve, pues, que el orejano no tiene ceremonias nupciales, al contrario de otros
pueblos que han considerado este acto como uno de los más importantes de la
vida, mientras más desarrollada es su civilización, por lo cual lo han mirado
con religiosidad y respeto.
III
El orejano tiene cualidades asombrosas para el
progreso, no obstante que en repetidas ocasiones el estímulo y los motivos que
le aguijonean en sus labores habituales han recibido rudos golpes de los mismos
que se han dicho garantizadores de la propiedad. Las enormes y numerosas
contribuciones que pesan sobre él, han entibiado el ardor por el trabajo; y los
empréstitos forzosos han contribuido a que los pequeños ahorros, acumulados en
tesoros, que ocultan en la tierra, sean capitales improductivos, semejantes a
los del turco, en la vida que lleva de continua inseguridad.
Con una propiedad territorial común, como son para
el orejano las tierras indultadas, la agricultura ha marchado por esta otra
circunstancia con muy lentos pasos. "Un campo es propiedad de quien lo
desmontó, limpió y trabajó, así como un antílope pertenece al primer cazador
que lo hirió." Estas palabras de un Código célebre son aplicables al
proceder agrícola del orejano, quien sólo necesita labrar una cruz sobre la
corteza de cada árbol de un circuito dado, para marcar como un signo de
propiedad de tan original manera toda la extensión del terreno que las cruces
abarcan, herencia que ha recibido el orejano de nuestros padres, los
conquistadores españoles. Pero es de
advertirse que la propiedad dura hasta que se colecta la cosecha, y entonces se
devuelve a la naturaleza, en rastrojo, lo que se obtuvo de ella en lujosa y
feraz vegetación; porque aperezado el orejano, busca para la siembra el terreno
virgen y tupido de árboles, para evitarse la molestia de emplear el arado y
otros sistemas usados en la agricultura con los terrenos trabajados; por lo que
se ve que el Istmo es la única tierra en donde el buey no ara.
Sin
embargo, es digna de mención la manera de trabajar en juntas, en el desmonte y
la siembre, en la cosecha y en la construcción de casas; porque este
procedimiento, procurando diversión para los trabajadores, es eminentemente
económico y de prontos y muy eficaces resultados.
Cuando
el orejano juzga que está próximo el invierno, hace la invitación para la junta
del desmonte, lo cual tiene lugar poco más o menos a principios de Mayo. Esta
invitación verbal se hace el domingo, cuando concurren al pueblo todos los
orejanos de los corregimientos vecinos a cumplir con el mandamiento primero de la Santa Iglesia
Católica, y a hacer compras de zaraza y de coleta, de aguardiente y otros
artículos; invitación en feria, porque estas pobres gentes ignoran el arte de
la escritura y ninguna ocasión se presenta más afortunada que la de ese día en
que se ven y se saludan los compadres de distintos campos, se piden noticias
de las novillas cimarronas y se traza en la arena de la calle el hierro que les
sirve de señal.
Cuando
se encuentra ya cercano el día de junta, los mocetones afilan sus machetes y
cuchillos, y las bellas orejanas riegan con más esmero y cuidado los botones de
claveles que aparecen en los floreros de las talanqueras, y sueñan dulcemente
con las mejoranas y con el punto que han de bailar en las vísperas, las que son
desde entonces materia de las conversaciones familiares. El entusiasmo corre de
campo en campo, y en la tarde del día esperado se ve por todos los caminos al
orejano en traje de baile. Con los últimos crepúsculos del día llega a la
enramada que es ya un lugar de verdadera fiesta. Allí se renuevan los abrazos del domingo y se besan las comadres y
se habla de la roza y de la siembra, del tiempo poco lluvioso y de la escasez
de pastos. Las ocupaciones se distribuyen según la edad, el porte y la belleza de las
damas. La más hermosa y bonita campesina es siempre destinada a hacer las
bebidas refrescantes de arroz y piña. Esta es la chicha orejana, la más
deliciosa y delicada de las bebidas populares. Las viejas se ocupan en asar las
tortillas en unas grandes camelas, las muchachas muelen el maíz cocido, machacándolo
entre dos piedras, y con gracia seductora hacen aquellas tortas en las palmas de
las manos. Llega la noche, las luces, en faroles, principian a iluminar el
vasto espacio de la enramada y los músicos dejan escapar algunos sonidos de
sus instrumentos. La danza comienza y es seguida de la mejorana entre el
tumulto de parejas. A un wals sigue una polka y otro wals hasta que llega el momento de hallar
el punto, bambuco original de aquella tierra en el cual está caracterizado el
panameño. Este es el momento de más entusiasmo para el orejano: un ancho
círculo da campo bastante a la pareja, que principia, con fingida modestia, por
dar una vuelta, y luego por hacer figuras con inimitable agilidad; llegado
el pito o zapateo, extremo y final, el entusiasmo de los
danzantes y de los espectadores raya en locura; los pañuelos y las
flores caen a los pies de los danzantes y el mancebo, si es pretendiente de la
dama le tira al ruedo puñados de monedas. Las orejanas son tipo notabilísimo
de belleza y de hermosura; y el conjunto de sus adornos es un mundo de joyas
que llevan en la cabeza, en el pecho en las orejas y en los dedos. Véala allí el lector con los cordones
de filigrana y cabrestillos formados con escudos coronados de adornos y
pendientes de la cadena, que cuelgan del precioso cuello al palpitante seno.
Sus trenzas negras o rubias caen tejidas a la espalda y son aparentemente
sostenidas en la cabeza con peinetas de carey, oro y perlas. La camisa con
numerosas arandelas, cintas, trencillas y encajes deja descubiertos la mitad
del pecho y una parte de los brazos, y forma con las polleras de linón floreado
y transparente un vestido raro pero lleno de gracia y atractivo. Las joyas se
multiplican hasta la cintura, en donde aparecen, en cada cuadril, cuatro
botones de oro que parecieran enclavados y como sosteniendo las polleras. Con
flores blancas y rojas forman ramilletes vistosísimos que colocan entre las
trenzas, y las muchas peinetas de tocado. Con estos adornos, que hacen
resaltar su natural belleza, la orejana es preciosa. Bien haya, pues, que el
orejano arroje monedas a los pies de ella por conquistar una chispeante mirada
o una sonrisa picante.
Con
la noche que acaba, concluyen también las vísperas; y, apenas asoma el lucero
de la mañana, vuelven a encenderse los fogones, las piedras de moler vuelven a
crujir y el orejano cambia su vestido de baile por la zamarra de coleta y el
calzón chingo; toma el machete y pronto ve uno convertido al dandy de la noche
en un robusto labriego.
La
mata que se ha de tumbar está cercana, a cuatro pasos de la enramada; y cuando
apenas alborece el día, ya los macizos troncos de la selva ceden al empuje del
hacha y del machete. Entonces se verifica un torneo, el torneo de la fuerza y
de la resistencia: dos mozos se desafían con la mirada, y colocado el uno al
lado del otro van abriendo surcos y trochas en el tupido monte, animándose con
voces dadas al compás de los golpes del machete. En estos casos el vencedor se
llena de gloria, y la fama de sus triunfos suele volar de boca en boca y hasta
de campo en campo. Pronto queda la roza descuajada de árboles que ruedan por el
suelo, esperando el tiempo de la quema y la junta finaliza sus tareas con una
abundante comida de sancocho, mondongo y chanfaina.
No
es este sistema de trabajo, por medio de la asociación, más fecundo y barato
que el de peones? No se revela en las juntas un sentimiento de concordia y de
fraternidad? A la diversión sigue el estímulo para el trabajo y los combates; y
un hombre pobre, un labriego infeliz ve en pocos, poquísimos días, tumbado el
monte, cercada la roza, sembrado el maíz, surgido de la nada su modesto albergue.
Con cuántos peones y salarios hubiera conseguido lo que ha visto realizar en
menos de una semana con los esfuerzos combinados de todos los
campesinos de los alrededores. Los gastos de la junta se reducen a muy poca
cosa: uno o dos novillos, algunas cuartillas de arroz y otras de maíz, algunos cántaros
de miel. Bendita sea la asociación hasta
en su forma más rudimentaria! Ella realiza los prodigios del arte y armoniza
en la separación de las ocupaciones hasta las más complicadas labores...
IV
Cuando ya el grano se encuentra amontonado en el
jorón, el invierno ha dejado el turno al ardoroso verano. La pajita de las
llanuras principia a marchitarse: el ganado enflaquece, y el hacendado se ve
en el caso de llevarlo a la tierra donde el pasto natural abunda y las
corrientes de agua no se estancan jamás. Entonces llega el tiempo de las
hierras, que es para el ganadero lo que es la época de las cosechas para el
agricultor, y una fiesta campestre que se recibe con júbilo en todos los
alrededores de la campiña.
Recuérdese
la descripción que hicimos de los corregimientos, en extensas sabanas
interrumpidas sólo por algunas matas, colinas y arbustos espinosos, con las casas colocadas a diez y
veinte cuadras de distancia, y entonces podremos acercarnos al lugar de la
hierra donde se encuentran reunidos todos los mayorales y mocetones de los
campos y pueblos vecinos, luciendo en famosos potros de carrera, su gallardía y
agilidad.
El
ganado se encuentra acorralado; y durante la mañana el hierro en ascuas ha
dejado a los animales nuevos la señal del dueño. Las flautas, violines y
panderetas dejan oír alegres bambucos, cuyos sonidos parece que juguetearan en
el ancho espacio de la llanura. Los meros espectadores se hallan encaramados en
los árboles del corral o en palcos construidos a la ligera. El aguardiente se
consume a grandes tragos, y todo es animación en esas fiestas de la abundancia.
Dada la señal a uno y a largos intervalos, van saliendo a escape los novillas
del corral, en pos de los cuales se lanzan ágiles, un par de robustos mozos que
se disputan en la rápida carrera el derecho de colearlos; y ora a pie, ora a caballo,
con maestría y vigor, dan en tierra con ellos entre los aplausos de los
concurrentes. Las muchachas les alientan con halagüeñas y provocativas
sonrisas y a veces suelen premiar furtivamente al vencedor con claveles
encarnados o blancas azucenas. Y tal así como del baile, del teatro y otras
diversiones de la ciudad, sale el germen de muchas aventuras amorosas en la
hierra el amor endilga primorosamente sus flechas a los sencillos corazones de
los labriegos orejanos. Oh! cuántas muchachas ardientemente impresionadas con
el mancebo de fornidos músculos, pecho levantado y vigorosos brazos, que más
que otros pudo enclavar en tierra los cuernos de los más forzados novillos! y
con el ligero de piernas que en la carrera supo siempre dejar atrás a sus
compañeros! Y así en la ciudad, como en el campo ¡cuántas noches de delirio por
una cualidad no sobrepujada! y así en la ciudad, como en el campo, ¡cuántos
corazones sorprendidos en la tela que entreteje maravillosamente la
imaginación!
La
fiesta concluye cuando la noche principia a ennegrecer el vasto horizonte de la
llanura. Entonces los orejanos se dirigen en grandes grupos a sus respectivos
corregimientos, entonando alegres coplas y sentidas canciones cuyas notas van
a perderse tristemente a muy largas distancias por la llanura, y llevan al
alma del caminante un tinte de melancolía en esas horas de los recuerdos.
V
El
orejano honra las musas como ningún otro pueblo; y la gaya ciencia de sus
ministriles, en nada inferior a la de los cantores de la guavina y del bunde,
endulza su existencia y presta desahogo a sus pasiones rudas.
Como
ha carecido de tiempos heroicos, no tiene, es verdad, crónicas poéticas ni
romances guerreros; pero, en cambio, ha formado de ciertos hechos y
personajes, leyendas interesantes, puramente humanas y altamente favorables a
la fantasía.
El
medio poético en que se halla colocado le hace sentir el espíritu de la poesía
en todas partes. Suave le respira en las flores silvestres; suspirando le
escucha en la brisa de las playas; quejoso y suplicante le oye en las
olas que mueren en los farallones y en las hondas cavernas de las costas.
Su
alma vive de emociones, tiernas y apacibles ahora, a veces fuertes;
porque la Naturaleza
es todavía para él un arcano de quimeras, y ve en el mundo la dulce realidad de
los seres. Su alma tiene esa enérgica ansiedad de la ignorancia y ese curioso
anhelo del deseo, que ciego y tembloroso, arrastra al hombre a la morada de las
maravillas. Por eso su imaginación es un monstruo insaciable que devora a sus
propios hijos, como lo hacía el feroz Saturno.
Sus
leyendas caprichosas, tomadas de la Naturaleza , satisfacen sólo a medias, a falta de
la Filosofía ,
aquella curiosidad y aquel anhelo. Véseles en las noches claras de verano
agruparse con gusto debajo de algún árbol que da sombra a los trapiches, en las
barrancas de algún río, para escuchar las relaciones fantásticas de sus
ministriles prosadores; o bien acurrucados en el caramanchel de proa de las
naves costaneras, recogiendo con avidez todas las palabras de los cuentos
marinos...
Pero
el espíritu poético no sólo se ha manifestado en la ávida ansiedad y en las
leyendas narrativas del orejano. En esta senda florida ha encontrado siempre
la imaginación numerosos elementos que fecundar. Hase manifestado también el
espíritu poético en la música y el canto; en aquella por las dulces cuanto
enérgicas evocaciones de una vida de memorias y de una vida de porvenir; en
éste por el grito de angustia o de victoria de la pasión, en las modulaciones
de la voz forzosamente enlazadas con las impresiones morales. Las vaporosas
visiones del pasado necesitan muchas veces de un timbre poderoso que las
despierte de su profundo sueño, de algo que vaya a la idea, que hiera profundamente
el alma; y ese timbre poderoso de los sentimientos humanos no es otro que la
música, el cual aparece con el hombre, en su cuna le arrulla, le acompaña en
las dichas y pesares, y hasta la tumba le lleva. Por eso el cantor es entre
ellos un ser privilegiado que anda de víspera en víspera y de velorio en
velorio, cantando propios y ajenos amores o satirizando al gobierno- cantando
las peripecias y peligros de algún marino o ensalzando el valor de algún
valiente. Donde quiera que hay una fiesta, allí está él con su chinchorro
especie de bandurria antioqueña-, rodeado siempre en las cantinas de un coro de
entusiastas que escuchan embelesados. El socavón, hermano de la dulce guavina,
se va calentando poco a poco, y entonces varios cantores suelen disputarse la
victoria en una lucha de canciones y décimas notables muchas veces por la
agudeza de las ideas que contienen; sencillas si relatan
las escenas campestres, metafóricas y pomposas cuando son muy rebuscadas las
comparaciones. Las coplas suelen ser muy felices y mucho más dulces y tiernas
que el tonito ecuatoriano. Cuando el cantor se siente electrizado por el licor
y la presencia de las bellas, todos sus versos son improvisaciones a unos
ojitos negros, a un lunar que él ha visto en la mejilla, a un clavel que se
halla prendido entre las negras trenzas. No será nuestro ministril el mismo
trovador del siglo diez y siete, más tosco, o si se quiere, menos instruido?
En
todas partes, donde el hombre no ha dejado perpetuar en su estirpe la
esclavitud y la infamia, y ha desarrollado sus instintos y aptitudes, ha sido
siempre poeta, y ha buscado en la música un medio de endulzar las tristezas de
la vida y de dar rienda suelta al alma para que se espacie por un mundo
encantado de imaginativas creaciones. Por eso nunca han sido poetas los pueblos
embrutecidos en la esclavitud; y por eso desde los primeros tiempos le ha
cantado el hombre a la bella Libertad.
En
nuestro país casi todos los pueblos tienen esa ardiente fantasía que los hace
poetas. La variedad de entonaciones en sus cantos es sólo el tinte especial de
las diversas localidades. Así son tiernas y dulces, como el yaraví chileno, las
guavinas de la Antio quia
feliz: monótonas y melancólicas, como el canto noruego, las canciones del indio
en la apartada y deliciosa altiplanicie; y agudas y picantes las mejoranas y
socavones del Istmo. Pero aunque variadas las entonaciones, siempre el tiple
aquí, allá la bandurria y el chinchorro allí, han expresado, unas veces los tiernos sentimientos del corazón y la vida del hogar
otras la ávida ansiedad del alma.
VI
Vemos,
pues, que en todo estampa la
Naturaleza el sello de sus condiciones; aquí en las
cosas que produce y en las personas que se desarrollan; allá en las cualidades
de esas mismas cosas y personas. La variedad en las propiedades humanas, tanto físicas como
morales, es en parte, resultado de aquellas condiciones naturales a las cuales
se amoldan éstas inaparentemente. Por eso se nota cierta diferencia en las
entonaciones de voz en los habitantes de una comarca aunque hablen un mismo
idioma; así, los nacidos en las montañas pronuncian las palabras con dejadez y
lentitud; con rapidez son pronunciadas por los habitantes de las llanuras, los
valles y las costas; un tanto gangoso, dulce y algo afeminado en las partes
elevadas y mesetas; es fuerte, argentino y varonil el lenguaje en las costas y
en las partes bajas del territorio.
En
Bogotá y en todos los pueblos de la altiplanicie las voces son empleadas en
diminutivo generalmente, no así en las costas del Pacífico y del Atlántico, en
donde son raras estas dulces terminaciones que tanto se usan en las
conversaciones familiares, y en donde, además, el sonido fuerte de la
"r" predomina sobre todos los demás, haciendo muchas veces cambios
sustanciales con la "1".
En
aquellas costas el sonido suave y silbado de la "s" desaparece, si
es final, o pasa de una sílaba a la otra. Así, dicen lo peje, por los peces,
comites, por comiste. La "h", ya se halle en principio o en medio de
dicción, es reemplazada por la "j", cuyo sonido es fuerte y áspero;
y, en fin, la supresión de las terminaciones ad, ado, ada, es más común y
frecuente que en Bogotá; así como por rapidez en la pronunciación de la
"r" y la "1" final se suprimen también en ocasiones,
duplicando entonces la vocal en que termina la palabra.
Esta es una observación que puede
aplicarse, generalizando, a todos los habitantes de las costas de América. Sin
embargo, es el orejano una excepción de la regla, aunque mora en costas, en
toda la extensión del terreno comprendido en el Istmo de las montañas al mar;
pues es más suave y dulce su lenguaje que el del habitante de la ciudad de
Panamá, Colón, Chagres y Portobelo. El dice, por ejemplo, de una vaca que es
jorra o ajorra, por ahorra; y que es de jarina de pan, y que no hay gualdad en
él gobierno, y que es bueno comel cuando se tiene hambre; pero no dice que
Manuer es un negrito bozaa. El orejano usa de la "s", ya se halle
ésta en final o en principio de dicción; y a diferencia del mulato, cambia la
"r" en "1" para hacer más suave la pronunciación.
Sorpréndese
uno al encontrar en el lenguaje del orejano voces metafóricas de una lógica
irrecusable. Así, por ejemplo, la acción del adulterio la expresa él con el
verbo quemar, y dice: fulanita ha quemado a su marido. La pena que sufre por amores, es cabanga,
palabra que en el Istmo indica un dulce agradabilísimo, pero indigesto.
Innumerables
serían los ejemplos que podríamos presentar para ilustrar la materia; pero este
corto ensayo no nos lo permite, y debemos contentarnos con lo dicho.
VII
Hasta
aquí hemos seguido al orejano desde la cuna y nos hemos detenido a veces en el
curso de su existencia a mirar con regocijo sus graciosas viviendas y sus
labores habituales; sus raros y alegres pasatiempos y las cualidades
distinguidas que le adornan en medio de su conjunto agreste. Detengámonos ahora
al borde de la tumba en donde termina su carrera, que a más de un motivo de
entretenimiento y satisfacción de la curiosidad, nos servirá para deducir la
índole de aquel pueblo, que se transpira también en estas últimas
manifestaciones de la vida.
No
nos parece extraño el regocijo a que se entregan los orejanos en las campiñas
del Istmo, cuando muere un niño, a quien consideran un ángel que se remonta con
ágiles alas a la mansión de la Inocencia. Por qué llorar y entregarse al dolor
cuando el alma se desprende del barro vil que la aprisiona? Así, pues, entre
los orejanos el velorio de un niño es una velada dulce y agradable; una mesa
donde reposa el muertecito, adornada con flores y luces, ocupa la mitad de la
sala, y alrededor en pequeñas mesas, los concurrentes juegan barajas y toman
café y bebidas refrescantes. Las risas y carcajadas alternan con los chistes y
los cantos; los galanteos amorosos de los jóvenes, con los cuentos de la vida
de antaño, de las viejas. El espíritu de la alegría y de la felicidad parece
que retemplara los ánimos y los dispusiera a sentir lo agradable de la vida sin
que la realidad de la muerte sea bastante para inclinarles a las
consideraciones dolorosas que la tumba ofrece.
Sin embargo, si esto sucede con un niño en quien se
supone la inocencia y la pureza, no acontece lo mismo cuando muere un malvado o
un asesino, para quien no hay más sepultura que una fosa en campo raso, lejos
del cementerio de los justos.
El
espanto penetra entonces en todos los corazones; las familias se recogen más
temprano, y la noche es una noche de terror e insomnio. La asustada imaginación
cree ver el alma del asesino, vagando por el huerto, penetrando a la casa por
las rendijas de la puerta, y en vano intenta el orejano cerrar los ojos, porque
la sombra lo persigue, y oye su voz y siente el olor azufrado del infierno, y
a las campanas que doblan con tristeza, llamando al arrepentimiento el ánimo
descarriado y vagabundo.
Y no
se crea que estas impresiones profundas dejen de ser duraderas. Motivos hay
que las renuevan y perpetúan; influyendo saludablemente en aquellos corazones,
tan dispuestos a recibir el riego de la virtud.
A
orillas de algún camino se ha abierto la huesa para recibir los despojos y
sobre ella se ha levantado una tosca cruz de palo, y en su base se han
amontonado piedras. Ningún orejano pasa por delante de ella sin descubrirse y
elevar sus preces a la Provi dencia,
y sin llevar en el alma un tinte de melancolía y terror.
Es verdad que no todas estas cruces indican
la tumba del malvado; pero generalmente son la enseña de algún acontecimiento
trágico: aquí, dos enemigos se encontraron y después de una reyerta terrible se
vio caer a uno de ellos cubierto de heridas mortales; a dos pasos del lugar
que fue manchado con la sangre humana fue enterrado, y una cruz se levantó
enseguida. Allá viajaba descuidado un campesino, y un par de descargas le
tendieron en el suelo, moribundo; la huesa se abre y una cruz de palo advierte
al caminante el horrible suceso.
Hechos
son estos que revelan, al par que la piedad del orejano, un secreto terror por
el crimen; y siendo, como es, su vida tranquila, la muerte violenta no puede
menos que dejar en él duraderas y muy profundas impresiones.
Cuando
no es un niño ni un malvado el que muere, sino un hombre útil, entonces se
manifiesta el egoísmo de la pena en el llanto y el luto; y dan rienda suelta al
humano dolor todos aquellos para quienes es una pérdida la eterna ausencia del
difunto. Entonces en el velorio se rezan oraciones y rosarios, y en el entierro
no acompaña otra música que la del miserere. Si el muerto es hombre rico, hay
pompa en las ceremonias fúnebres, y si es pobre lo conducen al campo santo en
una barbacoa con dobles de campana.
No
así en la ciudad capital del Estado, donde se conserva para los ricos la
costumbre de los banquetes fúnebres. Allí, en esa ciudad, la casa es toda crespón
negro, excepto en el comedor, en donde hay francachela. Una vez que ha terminado la última parte de
la obligación para con los muertos, es decir, una vez que se ha echado en la
huesa el último grano de polvo, la concurrencia se vuelve a casa de los
herederos del difunto, donde un opíparo banquete no espera más que a los
convidados, para hacerles gustar los sabrosos manjares y los exquisitos vinos.
Entonces la escena del duelo alterna con la escena del placer. En los
aposentos se llora y se suspira, y en el comedor se bebe y se ríe y todo es
bullicioso festín, porque la gastronomía no admite seriedad ni mala cara. Los muslos del pavo, las alas de la gallina y
los perniles de la lechona, van desapareciendo en aquel gustar de platos
diversos. El champagne humea y los brindis siguen naturalmente por la
felicidad del difunto en la otra vida. Así alternan y contrastan estas escenas
de duelo y de placer, y así se palpa la realidad de la vida en aquella ciudad!
Bogotá, lo.
de marzo de l882.
Tomado de Rodrigo Miró. El Ensayo en Panamá. Presidencia de la República. Biblioteca
de la Cultura
Panameña.
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