Simón Bolívar
Yo venía
envuelto en el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco
al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise
subir al atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt seguílas
audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento.
Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos
de la Eternidad sobre las sienes excelsas del dominador del los Andes. Yo me
dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis
manos sobre regiones infernales, ha surcado los ríos y los mares, ha subido
sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies
de Colombia, y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad. Belona
ha sido humillada por el resplandor de Iris, ¿y no podré yo trepar sobre los
cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré! Y arrebatado por la
violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, dejé atrás
las huellas de Humboldt, empañando los cristales eternos que circuyen el
Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al
tocar con mi cabeza la copa del firmamento: tenía a mis pies los umbrales del
abismo.
Un delirio febril embarga mi mente; me
siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.
De repente se me presenta el Tiempo
bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades:
ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano…
«Yo soy el padre de los siglos, soy el
arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi
imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más
poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo
presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees que es
algo tu Universo? ¿Que levantaros sobre un átomo de la creación, es elevaros?
¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a mis
arcanos? ¿Imagináis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Suponéis locamente que
vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a
la presencia del Infinito que es mi hermano».
Sobrecogido de un terror sagrado,
«¿cómo, ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha
subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado
sobre la cabeza de todos. Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno
con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy
mirando junto a mí rutilantes astros, los soles infinitos; mido sin asombro el
espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y
los pensamientos del Destino».
«Observa —me dijo—, aprende, conserva
en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del
Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te
ha revelado: di la verdad a los hombres».
Absorto, yerto, por decirlo así, quedé
exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de
lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo,
abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo
mi delirio.
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