Enrique Jaramillo Levi |
escoge una palabra, se detiene,
duda entre el mar azul y el monte verde.
Con ardor helado
contempla lo que escribo,
todo lo quema, fuego justiciero.
Pero este juez también es víctima
y al condenarme, se condena:
no escribe a nadie, a nadie llama,
a sí mismo se escribe, en sí se olvida,
y se rescata y vuelve a ser yo mismo.”
Es sabido que un epígrafe debe explicarse
por sí mismo y que, en alguna medida, debe forjarnos una imagen en torno al
texto que introduce. Me permito, sin
embargo, una acotación reiterara a lo largo del discurso: cuando el escritor
inicia su tarea artística, ésta se le escapa de las manos; no escribe lo que desea, sino que
el texto comienza a gestarse a sí mismo, empleando al literato como herramienta,
el cual, aunque en el instante de inspiración está fuera de la realidad, vuelve
a ser él –el Supremo Creador–, cuando el texto ha sido creado.
Esta perspectiva acerca de la realidad
de la escritura me resulta muy interesante, porque me parece la mejor forma de
describir la obra conjunta del escritor estudiado. La misma permite percibir la
escritura no como un acto voluntario, sino como el producto de una iluminación
sumada a una inclinación intrínseca, de la que no es posible evadirse.
Por ello, son numerosos los textos en
los que encontramos sustento para esta afirmación, en los tres géneros que he
examinado. Para el hablante,
igual que para el cristiano, según los textos bíblicos: “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que alimenta el espíritu.”
Por ello, en verso, nos encontramos con el poema Maná, inmerso el libro Entrar
saliendo, donde alimento y palabra son sinónimos, pues mientras uno nutre
el cuerpo, la otra sustenta al espíritu.
El poema literalmente nos dice: “No basta decirle a la Palabra / que ya se calle,/
que no fastidie más,/ no basta;/ ella es terca como la mula/ de mi empeño,/
nunca oye razones./ Yo insisto no
obstante/ como si con palabras pudiera/ silenciar a la Palabra , insisto/ porque
para qué tanta poesía./ Y lo único que logro, lo único,/ una vez y otra y otra
más,/ es la multiplicación de las palabras,/ cálido don que se me da/ como maná
del cielo.” Tenemos en este haz de versos,
una clara explicación de la pasión por la palabra.
Pero, ¿qué es
pasión?
Nos aclara el Diccionario de la Real Academia
Española que el término en cuestión significa:
“Perturbación o afecto desordenado del ánimo.
Inclinación o preferencia muy vivas de alguien a otra persona.” Las dos
definiciones se ajustan a la perspectiva que pretendemos esclarecer. Perturbar
encierra la idea de trastornar el orden y el sosiego de alguien, pero también
significa impedir a alguien el orden del discurso o, simplemente, llevarlo a
perder el juicio.
En un escritor
comprometido con su arte, aquel que siente realmente el frenesí por las palabras,
se dan los tres aspectos; se trastorna, es decir se crea en él una dependencia
por la escritura; sin embargo, en el ejercicio mismo de su arte, la palabra
trastoca su discurso y lo hace variar, por lo que puede afirmarse que, de
alguna manera, pierde el juicio.
La última acepción
también se aplica desde el punto de vista del común de los mortales, sobre todo
en una sociedad consumista como la nuestra, donde el arte no tiene mayor trascendencia,
donde el ser humano pierde su identidad para sumergirse en los intereses del
colectivo, donde la producción económica tiene mayor valor que la artística,
situación que ocasiona que a los escritores se les considere como personas que
han perdido el juicio, tan solo por dedicar sus esfuerzos al cultivo del
espíritu, mientras que los demás se dedican a satisfacer sus menesteres
materiales.
La pasión somete al hombre de la misma
forma como lo esclaviza el amor. Cuando
una persona está enamorada no entiende otra cosa que no sea su amor; no le
interesa hablar de otro tema que no sea
de la persona amada.
Así, quien experimenta la pasión de la
palabra, se hace esclavo de la misma, vive para ella y por ella. El héroe poético
se dirige al lector para lamentarse de su incapacidad para enfrentar a la Palabra , que escribe con
mayúscula para dotarla de temperamento individual, aunque el término, en
esencia, conserva su fuerza colectiva: “No basta decirle a la Palabra / que ya se calle,/
que no fastidie más,/ no basta;/ ella es terca como la mula/ de mi empeño,/
nunca oye razones.” La tenacidad y
fortaleza del verbo se impone a los motivos del literato, quien resulta sacrificado
por un factor que está por encima de él, que se le impone y que lo lleva a
vivir una situación de dependencia constante.
Quien de verdad tiene la escritura, la palabra, como vocación, es
incapaz de abstraerse de su destino.
En el caso de
nuestro héroe poético, el mismo le comenta a su lector posible que: “Yo insisto
no obstante/ como si con palabras pudiera/ silenciar a la Palabra , insisto/ porque
para qué tanta poesía.” Y trata de silenciar la voz de la Palabra ; pero es curioso
que la herramienta empleada para tratar de lograrlo son las palabras, a menos
que sea un convencido de la máxima latina aplicada en medicina: “similia similibus curantur” lo cual
significa que lo igual se cura con lo igual.
No obstante, la
necedad de la Palabra
(personificada por el uso de la mayúscula) no se ahoga con palabras
(colectivo), del mismo modo que la voz del individuo, no se calla ante las voces
de la sociedad. Este mensaje puede
ser una clara alusión al interés del ser humano por exteriorizar su individualidad,
su sentimiento de ego, el cual, cada día más, sucumbe frente a los embates de
un todo deshumanizado que convierte al ser humano en una cifra en medio de un
conglomerado.
A pesar de las luchas intestinas del hablante,
al final se reconoce perdido ante la tenacidad de las palabras: “Y lo único que
logro, lo único,/ una vez y otra y otra más,/ es la multiplicación de las palabras,/
cálido don que se me da/ como maná del cielo”,
pues las palabras que utiliza tratando de eclipsar a la Palabra , lejos de
asociarse con él para saciar su
objetivo, lo único que hacen es generar nuevas voces que nacen en su interior.
En este sentido,
el héroe poético al reconocerse derrotado por la presencia de las palabras, se
sabe también dotado de un don especial, que lo diferencia de otros seres, que
no necesitan satisfacer su espíritu para lograr la plenitud vital que tanto se
anhela: la poesía en particular y todas las manifestaciones del arte, en
general, son los ingredientes que nos diferencian del resto de los seres.
La única
discrepancia del poema con respecto a la realidad consiste en que en el mismo
el maná (voz que titula el poema) es una alegoría de la inspiración, es pan
mental, el maná real que alimentó al pueblo hebreo en su éxodo hacia la tierra
prometida. Emplearé algunos
versos más para evidenciar cómo, en la obra estudiada, se encuentra una eterna
pasión por la palabra. En
el poemario Conjuros y presagios,
encontramos el poema Dilema el cual
nos brinda el siguiente mensaje: “Tan lleno de ideas como estoy/ ahora que otra
vez/ me llega este chorro/ de imágenes y palabras/ que se retroalimentan/ como
en los viejos tiempos,/ el sueño –importuno, necio–/ va venciendo mis párpados/
a las dos de la tarde./ ¿Trato de
escribir un poco más/ para no desconectarme al instante,/ o me dejo abrumar por
el sueño/ en cuyos fluidos misteriosos/ puede o no aparecer/ materia, prima de
un poema/ posible?
El horizonte de
percepción de este haz de versos se presenta amplio en significados, a la vez
que, de manera irónica, se hilvana cercenado para el héroe poético, a quien
encarcela en la fantástica celda de la creatividad, situación que no se constituye
en novedad alguna, pues todos sabemos que, en no pocas ocasiones, el creador
literario intenta expresar algo, pero cada uno de sus lectores potenciales
interpreta el texto de forma disímil.
Así, mientras la
mayor parte de la gente pulula en el mundo sin ambiciones creativas, ajenos a
las palabras y a las ideas que las mismas puedan encerrar, el poeta vive prisionero
de las mismas, generando un binomio paradójico entre el grupo minoritario que
siente la pasión de la palabra y el grupo mayoritario que se pasea por el mundo
indiferente a la poesía.
Cuando el hablante
afirma que: “Tan lleno de ideas como estoy/ ahora que otra vez/ me llega este
chorro/ de imágenes y palabras/ que se retroalimentan/ como en los viejos
tiempos,” nos alude al fastidio verbal que llega al poeta en cantidades
insondables, reflejadas en íconos y voces, las cuales a medida que aparecen se
multiplican en contenido, significado y alusiones, generando una situación de impotencia en el escritor,
el cual –lógicamente– por ser víctima de la pasión de la palabra,
no puede eludir el gatuperio que lo domina, puesto que se repite en él el
castigo experimentado por Prometeo cuando robó el fuego a los dioses: mientras
más se hace pasto de su inspiración para crear poesía, más ideas, más palabras,
más imágenes aparecen reclamando su materialización a través de la creación
literaria.
Por ello, en un
intento desesperado para salirse de la red poética (pasión de la palabra) que
lo ata, el héroe poético se interpela a sí mismo, a través de la siguiente
interrogante: “¿Trato de escribir un poco más/ para no desconectarme al
instante,/ o me dejo abrumar por el sueño/ en cuyos fluidos misteriosos/ puede
o no aparecer/ materia, prima de un poema/ posible? “
La pregunta es
clara y la podemos escindir en la presentación de dos vías de escape: ¿Qué
puede hacer el poeta cuando desea escapar de las palabras que lo persiguen y lo
atosigan, impidiéndole vivir. ¿Escribir más para desconectarse al instante?
¿Abrumarse por el sueño, el cual puede o no ser el caldo de cultivo para la
fabricación de nuevas ideas y palabras que son la materia prima de todos los
poemas posibles?
Indudablemente,
que todos los caminos van a Roma, pues, si por un lado el poeta escribe, las
palabras atraerán más palabras y exigirán nuevos textos; por otro lado, si se escapa
a través del sueño, el mismo, en no pocas ocasiones, es el lugar ideal para que
surjan nuevos sueños, nuevas ideas, nuevas palabras… nuevos textos, que exigen
ser escritos.
La verdad es que
el poeta (el escritor) que experimenta la pasión de la palabra, vive casi la
misma experiencia que el alcohólico que bebe para olvidar, para luego
percatarse de que intenta olvidar que está bebiendo; pero mientras lo hace el
recuerdo se marca más y más en su conciencia, convirtiéndolo en esclavo de una
situación de la cual es prácticamente imposible evadirse.
En el cuento,
también encontramos una serie de elementos que permiten la sustentación de
nuestro punto de vista. En el relato Negocio redondo, inmerso en la obra La agonía de la palabra encontramos la
siguiente idea, en la cual la palabra cobra dimensiones insospechadas: “Por
ejemplo, habla en él del cuento mismo que escribes, hazlo mientras lo estás
creando. Comienza por poner el título
que ya tienes, y en seguida procede con lo primero que se te venga a cabeza,
plásmalo en el papel, desarróllalo, dale un cierto perfil. Luego, por asociación de ideas –las palabras siempre llaman a las palabras,
las cuales en última instancia representan ideas o al articularse las crean–,
transcribe todo lo que te nazca, sin depurar, ya habrá tiempo para eso. Y eso
haces: escribes y escribes sobre lo mismo que estás escribiendo.”
Es posible encontrar muchas aristas interpretativas
en este texto, donde queda muy clara la capacidad que tienen las palabras para
generar constantemente, motivo por el cual quien se aficiona a las mismas, va a
descubrir un cosmos infinito, ya que las palabras siempre llaman palabras, y
las mismas separadas o reunidas en una frase generan ideas y textos, repitiendo
la misma sensación que descubrimos en los poemas comentados.
En realidad, esta afirmación intenta
enseñar a otro, tal vez a ti mi apreciad lector, cómo hacerse mártir de la
palabra, pues quien aprende a escribir y a vivir la fogosidad que generan los profundos
arcanos de las palabras, por lo menos debe aprender a hacerlo de manera
agradable.
Por ello, se indica que cuando no hay sobre
qué escribir, se escribe de la forma como se está escribiendo del mismo modo
como Yavé se iluminó en su acto creativo, cuando imperativamente dijo: “Hágase la luz.” Simbólicamente ,
la luz permitió a Yavé diferenciar el resplandor de las tinieblas, igual como
el escritor describe su creación de manera simultánea al instante en que la
está escribiendo.
Una situación subjetiva la advertimos
en la recomendación que sugiere comenzar por el título, pues sabemos que,
aunque los títulos en ocasiones son las ideas primarias que permiten el acto
creativo del texto, también hemos advertido que muchos escritores afirman que
crean su texto y que, ulteriormente, lo nominan, le asignan un título.
Sin embargo, hay algo innegable y es
que el título es un punto de partida, la idea primigenia, que puede permitir el
nacimiento del texto y que el mismo no está sugerido de manera lapidaria, sino
que puede ser transformado o cambiado cuando la obra está terminada.
Una vez que se tiene la idea
primigenia, se procede a escribir todo lo que se tenga en la cabeza en cuanto a
la misma, pues toda idea que se agita en la mente y no se escribe, generalmente
se pierde en los abismales dominios del olvido. Lo trascendental, consiste en
escribir, en bosquejar el pensamiento, dotarlo de un cierto contorno que
permita perfeccionarlo. Por último, sugiere que cuando el perfil está terminado
debe procederse a depurarlo, con lo cual se demuestra que es posible escribir,
sobre lo que se está escribiendo.
Mi ensayo llega a
su final, he recorrido numerosas páginas intentando comprender la cáustica
afirmación del crítico que señalaba que en Caracol
y otros cuentos lo único que había de calidad era el papel y la tinta. No me interesa
entrar en polémica con la persona que concibió esa idea. No. Mi interés
únicamente era demostrar cómo la crítica literaria puede ser capaz de promover
nuevas lecturas. Es lo que ha ocurrido en mi caso. La crítica literaria debe ser un puente entre
la obra y el lector, jamás un bache que obstaculice la lectura.
La pasión de la palabra, título con el
que he decidí nombrar este texto, es una muestra diáfana de que si una obra es
capaz de generar tantas ideas interpretativas, es porque no es tan deficiente
como se anuncia.
Sé que los maestros de literatura enseñan
en nuestras escuelas que un poema es bueno si tiene una metáfora, dos
comparaciones, una hipérbole y dos o tres imágenes, como si una obra literaria
(sea el género que fuere) pudiera ser concebido como una receta culinaria.
Cuando no existen
estas condiciones, simplemente el poema no tiene ningún valor. No es así. En la
escritura no puede haber reglas tan precisas. No existen fórmulas. La literatura es producto de la invención,
de la imaginación y, por qué no, de la inspiración. No es factible llevarla a
un laboratorio, puesto que es el reflejo de los mundos interiores de sus creadores.
La obra de Enrique
Jaramillo Levi, como se dijo en un principio, es la imagen de una búsqueda
constante de un mundo ideal, donde la gente lea, donde el escritor tenga
importancia, donde los seres humanos sean capaces de tener anhelos
espirituales más allá de sus satisfacciones personales.
De igual modo, en
el conjunto de la obra se percibe un afán didáctico, por lo que me atrevo a
afirmar que el conjunto de la obra examinada es una gran fábula con una
hiperbólica moraleja: Desea enseñar a la gente que leer y escribir son formas
para vivir. Que es necesario ejercitar la mente en la interpretación de ideas
ajenas, que es indispensable permitir que los monstruos que habitan nuestros mundos
interiores tengan una vía de escape. Intenta también captar la atención de
quienes detentan el poder en nuestro país para que se promueva la cultura, para
que la juventud tenga algo en que entretenerse. Los personajes que pululan en
la obra conjunta, tienen algo de aquel sabio catalán que vivirá eternamente en
las páginas de Cien años de soledad,
quien enseñó a los muchachos de Macondo su inicio en el vicio (en nuestra
sociedad sólo unos pocos creen en el hábito) de la lectura.
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