Melquiades Villarreal Castillo
La literatura es un arte de gran significado para todos los que creemos en el poder de la palabra para enrumbar nuestras vidas, pues la misma funciona como el instrumento que nos hace humanos en todos los sentidos, porque nos permite comunicarnos con nuestros semejantes.
Portada de la obra. |
Tuve la oportunidad de leer la obra Entre zurrones y enjalmas de Luis Barahona González en una sola sentada, por razones muy diversas, siendo la primera de ellas que la obra llegó a mis manos a través de un generoso préstamo de la Profa. Nidia P. de Domínguez; la segunda que me dejé absorber por la lectura, pues la obra supo captar mi atención desde la portada, cuando la sombra de un hombre camina llevando su caballo de diestro, imagen que me retrotrae en el pasado y me ubica en la esencia de mi realidad como campesino tableño. Por ello, la palabra interior en este documento cobra doble valor semántico: por un lado, viajamos al interior de nuestro país; pero al mismo tiempo nos transportamos al interior de nuestra esencia como individuos pertenecientes a un grupo social.
En primera instancia, pensé que estaba frente a un libro de cuentos de los muchos que ven la luz, por un motivo o por otro a través del Diplomado en creación literaria que dicta la Universidad Tecnológica de Panamá.
Como el lector podrá ver, inicié mi lectura prejuiciado. El libro de Barahona es mucho más que sus remembranzas sobre las historias contadas por su abuelo, Eduviges Barahona, en El Carate de Las Tablas, es mucho más que un cuentario salido de los talleres del mencionado diplomado.
Cuando Ricardo Palma publicó sus Tradiciones peruanas fueron muchas las opiniones vertidas sobre las mismas. En primera instancia, la crítica de la época no sabía frente a qué tipo de texto se encontraba y terminó creando un nuevo género narrativo: la tradición, que dicho sea de paso, solo se ajusta a los textos de Palma.
Ing. Luis Barahona González. (Foto obtenida de Internet). |
Así, surge en mí una inquietud: ¿frente a qué tipo de texto me encuentro cuando leo la obra de Luis Barahona González? No tengo una respuesta. En apariencia estamos frente a un conjunto de cuentos; pero la realidad es otra; pues a pesar de la elaboración literaria los relatos, en no pocas ocasiones, se desnudan de la ficción como recurso, para transformarse en elementos testimoniales, de los cuales puedo dar fe de muchos: La tienda de Úrsula González que marcó un hito en el comercio entre los corregimientos de El Carate (lugar de origen del autor), Peña Blanca (mi lugar de nacimiento) y El Cocal; igual ocurre con la mención constante de don Eduviges Barahona (el protagonista de la mayor parte de las historias) y su esposa doña Cirila, a quienes no conocí, pero que, a través de personas que sí se codearon con ellos, encuentro claras evidencias de que el texto no es más que un retrato de los mismos; igual ocurre con otros personajes tales como el curandero Carmen Montenegro, los matarifes Isabel “Chabelo” Villarreal, Carmen Domínguez, Concepción Montenegro, quien aún vive, los comerciantes Pedro Espino y Gregorio “Goyo” Ducasa.
Por otro lado, los relatos, si los pasamos por los tamices de los teóricos como Propp o como Bremond, no cumplen con las reglas etiquetadas al género como cuento; no obstante, Barahona sabe imprimirle otros valores literarios, convirtiéndolos en documentos de valor sociológico por ejemplo, como el duelo que se da entre dos jóvenes (una pobre y uno rico) por el amor de una mujer; o la contienda en el campo de trabajo entre un chico casi imberbe con un hombre hecho y derecho; el patriarcado imperante o la costumbre que tantas secuelas dejó al comer grasas en exceso: alimentos fritos en manteca de res o el arroz siempre acompañado con manteca de puerco, son factores que nos permiten trasladarnos varias décadas atrás en la búsqueda de la intrincada personalidad del campesino santeño.
De igual modo, el texto es un elemento histórico, pues describe hechos documentados, finamente elaborados con recursos que se elevan al cénit de un gusto literario bien cultivado como las alusiones de indicios clásicos griegos, hasta los más desembarazados testimonios lingüísticos de una gente sencilla, sin educación escolarizada, que en nada distan de aquel simple campesino obeso, que acompañó al hidalgo manchego en su tarea de hacer el bien a todo el que lo necesitara.
He dicho en mil y una ocasiones, que Panamá todavía no ha sabido recrear a través de su literatura la esencia del panameño, al modo que La Ilíada y La Odisea recogen la griega; La Eneida, la romana; El poema de mío Cid, la española; o, Don Segundo Sombra, la argentina, tan solo para mencionar algunos casos. No obstante, Entre zurrones y enjalmas, en no pocas ocasiones nos permite establecer comparaciones con obras como Don Segundo Sombra o el Martín Fierro, por la manera de tratar la simplicidad de los grupos campesinos, detallando su profundo amor al trabajo y sus frescos modos de divertirse, pues se saben dueños de una identidad que los hace sentir orgullosos de sí mismos.
Sin embargo, la obra de Barahona recoge la esencia del campesino santeño que vivió antes de la llegada de los medios de comunicación que lo sacaron de su aldea (a través de la escuela, la radio, la televisión y más recientemente la internet), para colocarlo en un mundo global; en el cual los niños en lugar de jugar son víctimas de complicados entretenimientos electrónicos; donde la televisión y la computadora los obligan a pasar horas en soledad, recibiendo cualquier cantidad de información –positiva y negativa– que no tienen cómo procesar ni compartir.
Allí, la obra vuelve a despertar esa curiosidad de la que hablaba Juan Pablo II, a la cual yo me referiré como inquieto duendecillo que fustiga nuestra conciencia para que, a medida que vamos envejeciendo, nos traslademos a la felicidad de los años primeros.
Así, conversaba con Ramiro González, excompañero de juegos de infancia, quien desde España, donde ahora está radicado, lamentaba como los juegos electrónicos y los demás avances tecnológicos, en lugar de mejorar nuestra calidad de vida, nos deshumanizan a través de un egoísmo engreído y consumista, cementerio de aquellas moderadas costumbres de nuestros antepasado, como los abuelos que en las primas noches contaban cuentos a sus nietos, usos que nos encomendaron como herencia y que nosotros, lamentablemente, no hemos sabido continuar para los que nos sucederán en el tiempo y en el espacio.
Ahora bien, mi apreciado lector, me permito reflexionar sobre el título de la obra: Entre zurrones y enjalmas. La portada no puede resultar más decidora, salvo que falta un elemento en la imagen: el niño que fui montado en el caballo llevado de diestro por mi bisabuelo Modesto Vergara, que es el factor que va a decidir mi exégesis al respecto.
Dije al principio que el hombre que lleva el caballo de diestro es un campesino santeño – Eduviges Barahona – sin lugar a dudas y que el caballo es su compañero de faenas. La estructura profunda de la interpretación me conduce por otros derroteros. El campesino de la imagen no es Eduviges Barahona, o, por defecto, aunque sea él, nos encontramos frente a dos posibilidades más: es el hombre que domestica a la bestia y la pone a su servicio (ojalá domesticáramos la tecnología y la utilizáramos para ser mejores personas) o, por el contrario, es aquel niño (el narrador como decimos los técnicos de la crítica, o el autor –Luis Barahona González– como dirían los no entendidos en las complejidades de la crítica literaria), ahora hombre, que escuchó historias contadas por su abuelo como elementos de entretención nocturno, que comprendió a su antecesor como un símbolo del hombre santeño de la época; vivencias que, aunque propias y familiares, ha querido compartir con nosotros a través de un libro.
Por ello, los que nos colocamos Entre zurrones y enjalmas, tenemos el placer de ver la simbiosis hombre-realidad-naturaleza-teconología-humanización desde una perspectiva más elevada, la cual, inclusive, nos facilita una interpretación universalista a través de la lectura, desde la cual podemos percibir el mundo narrado desde la óptica de la objetividad que promete el justo medio entre los elementos involucrados.
Culmino este comentario, que no análisis, recomendando la lectura de la obra de Luis Barahona González, como texto necesario para obtener una mejor visión de nuestra realidad, la cual a mi juicio debe poseer elementos fundamentales como una visión del campesino interiorano, quien de una vida simple evoluciona a la tecnología que lo domestica; una perspectiva de la zona de tránsito que es vital en nuestra historia; sin descartar los componentes indígenas y los otros factores que han incidido (españoles, franceses, chinos, negros, estadounidenses, hebreos, colombianos, etc.) en la conformación de nuestra nacionalidad.
Insisto, pues, montemos el caballo “El Colorao” de don Eduviges Barahona, ahora eternizado en la brevedad del papel a través de la magia de la palabra literaria, y permitamos que Luis Barahona González, nos lleve de diestro en un recorrido por nuestro pasado inmediato que clama por subisistir.
Peña Blanca de Las Tablas, 6 de diciembre de 2010.
Dicen que los libros no deben juzgarse por la portada, sin embargo, me encanta que hagas mención, casi desde el inicio, a la de Entre zurrones y enjalmas, pues es la puerta de entrada al interior del mundo planteado por el escritor.
ResponderEliminarGracias a tu comentario, no sólo me enteré de él, sino que despertaste mi curiosidad y entusiasmo. Así es que busqué información al respecto en Internet –encontré las fotos de la presentación y pude , además, apreciar la portada mencionada. Voy a tratar de conseguirlo y adentrarme en la lectura de estos relatos. Es una delicia leer una buena crítica literaria.
Saludos.
Gracias, Silvia. En efecto, aunque los libros no deben juzgarse por la portada, lo cierto es que, en no pocas ocasiones, la portada es un elemento paratextual que nos permite una mejor perspectiva de la obra; además, la portada captó la atención en mí, porque la imagen me transporta a los días ya casi lejanos de mi infancia.
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