Melquiades Villarreal Castillo
Los
humanos, muchas veces, somos egoístas para reconocer los méritos de otra
persona, cosa que solo hacemos cuando ha llegado su fin.
Pero cuando
uno encuentra un ser humano que jamás evidencia pizca de egoísmo las cosas son
diferentes.
Profesor Edmundo Castillo |
Conocí
al profesor Edmundo Castillo en 1985, en el Colegio Manuel María Tejada Roca de
la ciudad de Las Tablas, donde operaba la Extensión Universitaria de Los Santos
por aquellos días. Lo conocí de una manera particular. Llegué un poco tarde y vi a un hombre alto, a
quien se le escuchaba una voz poderosa, charlando con mis compañeros de grupo. Pasé de largo junto a ellos, no saludé y me
senté en una banca cercana.
Inmediatamente, escucho cuando don Edmundo pide permiso a mis compañeros
y se me acerca. Me dice: “Buenos días,
Melquiades. Yo soy el profesor Edmundo
Castillo y voy a dictarle las cátedras de Literatura Grecolatina y Teoría
Literaria y estoy a sus órdenes.” Mi
arrogancia inmediatamente se desvaneció ante la humildad sincera de aquel
hombre caballeroso y educado que me había dado una gran lección y que hoy
todavía vive en mí.
Al
finalizar el curso, me correspondió hacer un trabajo sobre Las Geórgicas de Virgilio.
No tenía la obra. Internet ni
siquiera se soñaba. Estaba desesperado, pues no quería fracasar, pues tanto me
había impresionado el profesor Edmundo que quería quedar bien ante sus
ojos. Un día cualquiera, me encontraba
yo en Peña Blanca de las Tablas, lugar en el que siempre he vivido y escucho
llegar un carro. Un buenos días pronunciado por una voz fuerte y amable me
permitió reconocer al profesor Edmundo que había viajado de Santiago a Las
Tablas a llevarme un libro tan solo para que pudiese yo hacer mi investigación.
Al
finalizar el año, me regaló su libro Puntuación
práctica que aún conservo casi tres décadas después con una dedicatoria que
me llenó de orgullo: “Para mi distinguido
discípulo, Melquiades, por haber obtenido las calificaciones más altas en los cursos
que dicté. Edmundo Castillo.”
Muchas son las
enseñanzas que me dio este gran maestro, quien constantemente repetía que “la mayor aspiración de un maestro es que sus alumnos lo superen.” Uno hombre que concebía la educación como un apostolado, como una
fuente de felicidad infinita, por lo que repetía: “Si volviera a nacer, volvería a ser profesor de Español.”
Por
aquellos días, era yo un muchacho rebelde de unos veinte años, cuya única
virtud era leer más que el resto de los compañeros. Sin embargo, mis lecturas no tenían como meta el enriquecimiento personal, sino demostrar a los demás
todo el conocimiento acumulado. Recuerdo
que en una ocasión quise molestar al profesor Edmundo que explicaba con mucho
ahínco una de sus clases. Levanté la mano y el me dio la palabra pensando que
iba yo a hacer algún aporte a la clase, ignorando mi intención. Inmediatamente
le dije: “Profesor he leído en La Biblia que entre a la casa del sabio
y salí más ignorante de cómo entré.” Vi en su mirada que había captado mi
intención. Sin embargo, lejos de
contradecirme, continuó su clase. Eso
sí, de momento a momento, me repetía: “Lo felicito, Melquiades, usted lee mucho
y eso es muy bueno. Compañeros, deben
imitar a Melquiades, porque él lee mucho.” Lo repitió muchas veces. Pensé que
lo había molestado. Sin embargo, al
finalizar la clase me llamo: “Melquiades,
me permite un momento. Quiero
felicitarlo de nuevo. Usted lee mucho.
Leer es muy bueno. Pero por favor, recuerde que las lecturas son como los
alimentos. Se llevan a la boca, se degustan, se dejan que vayan al estómago,
que el intestino delgado absorba todos los nutrientes. Pero, por favor,
Melquiades, permita también que los desechos sigan su curso hacia la letrina.” Todavía
no he olvidado esa lección.
En otra
ocasión, sentí deseos de escribir. Y lo hice. Le mostré una página
horriblemente escrita. Hoy no lo haría.
Sin embargo, a pesar de los mil yerros existentes, el profesor Edmundo
me dijo: “Melquiades, escribe usted muy
bien, sus palabras lo llevarán muy lejos.” Y me llenó de una seguridad que
todavía conservo. Veinte años más tarde,
me encontraba yo disfrutando de una beca para hacer estudios en Madrid, cuando
me acordé del incidente y llamé al profesor Edmundo para agradecerle la
confianza en mí mismo que me había dado y le recordé el hecho. Y le dije con orgullo: “profesor, gracias a que usted me animó hoy, gracias a sus palabras,
estoy a diez mil kilómetros de Panamá.” Si él me hubiese dicho lo mal escrito que
estaba aquella página, yo no hubiera ido a Madrid.
Son
tantos los recuerdos de aquel hombre místico que para todos tuvo una
manifestación de cariño, que siempre estuvo dispuesto a ayudar que sería
imposible recogerlo. “Como decíamos ayer”
frase de fray Luis de León al regresar a su cátedra, “vuestra gloria crecerá como las sombras cuando el sol declina” de
José Domingo Choquehuancas, que forman parte de mi bagaje llegaron a mí a
través de él.
He
querido rendir un homenaje póstumo a un gran maestro y, aunque soy un
convencido de que la muerte es el final inevitable de todos los seres, sé
también que los actos, acciones y palabras oportunas del profesor Edmundo
Castillo vivirán en todos los que tuvimos la oportunidad de ser sus discípulos.
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