Es un día aburrido. Desde hace meses, en este pueblo no cae ni una gota
de lluvia. Debo ir a la plaza a reunirme con unos compañeros para hacer algunas
tareas del colegio. Me alisté. Tomé el metro para ir al centro del pueblo,
donde está el hospital, la escuela, los supermercados y la gran Plaza de las
Américas. Era un lugar enorme, con muchos comercios y grandes casas muy
cercanas entre sí. Lo que más llamaba mi atención era un gran árbol de limón
plantado en la época de la independencia para indicar un nuevo comienzo, para
que la guerra quedara en el olvido y que todos se quisieran como hermanos.
Debajo del gran árbol se colocaba un gran limonero, un joven de aproximadamente quince o dieciséis años de edad, que pasara
lo que pasara, cada mañana tenía una jarra llena de limonada muy fría, lista
para ser consumida por cualquier comprador sediento. Estaba ya en la plaza, con
mis amigos, cuando, de pronto, debido al sofocante calor de aquellos días,
sentí algo de pesadez en mi cuerpo y me desmayé. Recuerdo claramente, había
oído una voz masculina que pronunciaba dulcemente mi nombre y, al abrir mis
ojos, estaba allí, Miguel el limonero, mirándome. Tenía la más espléndida
sonrisa que pude haber visto jamás y, sus ojos, azules como el mar, con una
mirada tan profunda como la inmensidad del cielo, podía entrar en mi mente y
controlarme como a una marioneta y lo único que pude hacer en ese instante fue
mirarlo como si fuera yo un animal hambriento observando a su presa con ganas
de atacar. En ese mismo instante, él me dijo:
– ¿Te encuentras bien? Sonrió.
– Sí gracias. Respondí y
apresuradamente me levanté del suelo. Miguel, amablemente me ofreció un
refrescante vaso de limonada, dulce y a la vez ácido, aunque me pareció lo más
delicioso que hubiese probado jamás.
– Soy Miguel, me dijo.
– Ya lo sé. Le contesté. No hay persona
en este pueblo que no te conozca.
Él simplemente sonrió al oír esto y se
despidió diciendo que debía regresar a su puesto de trabajo.
Al despedirnos, mis amigos, luego de preguntarme si me encontraba bien,
empezaron a molestarme y comentaron que al parecer yo le atraía, pero decidí no
prestarles atención y continué caminando.
Pasaron los días y fue algo extremadamente imposible olvidarme de aquel
chico y solo pude desear volver a verlo una vez más. Necesitaba cualquier
excusa para ver a mi querido limonero, quien con tan solo con una mirada, con
una dulce sonrisa y un poco de su amabilidad, había logrado causar en mí, una
sensación que jamás había tenido.
Días después mi madre me invitó a salir y vi la oportunidad perfecta
para hablar con él. Mi madre entró a un almacén, y le dije que iría por un poco
de limonada, porque tenía mucha sed. Al salir de la tienda, me dirigí hacia
donde estaba Miguel y lo saludé. Estaba muy nerviosa, pero me animé y le dije:
– Vengo a pagarte el
vaso de limonada que me diste el otro día.
– No te preocupes,
solo quise ayudarte. Respondió cortésmente.
Moría de ganas de pedirle su número telefónico, pero no tenía el valor
suficiente para hacerlo hasta que me decidí de una vez por todas y le dije:
“¿Podrías darme tu número telefónico?” Risueño, Miguel tomó un pedazo de
servilleta y apuntó los dígitos solicitados por mí. Le di las gracias y le regalé una sonrisa que
me llegaba hasta las sienes y me despedí con cortesía.
Pasadas las nueve de la noche, tomé mi celular y le envié un mensaje de
texto. Esperé por más de dos horas la respuesta de Miguel. Triste y
decepcionada cerré mis ojos y dormí profundamente. A la mañana siguiente,
cuando desperté, me fijé en la hora y por lo visto se me hacía tarde para
llegar a la escuela. Rápidamente me alisté, y salí de casa hacia el colegio.
Esa tarde, al regresar a casa, recibí un mensaje y la alegría se apoderó
de mí. Miguel me respondió al fin y pasamos toda la tarde hablando de nuestras
vidas. Le conté todo sobre mí, lo que me gustaba, lo que no me gustaba, lo que
planeaba ser en el futuro y lo que pensaba de la vida.
El Limonero de las Américas me contó todo sobre él, su
padre había sido un soldado que murió en una guerra de Irak y, su madre, una
chichera que después de quedar viuda tuvo que responder por sus familia, pero
la mala suerte la hizo caer en una grave enfermedad que la dejó en cama y le
correspondía al pobre Miguel conseguir el sustento para su casa; así que
aprendió a realizar cierta cantidad de actividades que lo sacaban de apuros. Él
era muy humilde, pero la honradez que lo caracterizaba y la sencillez que
abundaba en su corazón, habían logrado que el famoso limonero se ganara la
confianza y el cariño de la gente y había logrado también captar mi atención.
Una tarde en la que habíamos quedado en encontrarnos, hablaba yo sin parar y, de pronto, Miguel me miró y me interrumpió:
Una tarde en la que habíamos quedado en encontrarnos, hablaba yo sin parar y, de pronto, Miguel me miró y me interrumpió:
—Tú, me gustas Luciana.
Cuando escuché aquella
declaración, me sonrojé e inmediatamente, con la boca abierta, y sin titubear,
le respondí:
—Miguel, desde que te vi aquella vez tan cerca en la plaza, no he dejado
de pensar en ti y quiero decirte que también tú me gustas.
Al escuchar mi respuesta positiva, me dio un dulce beso en los labios
que me llevó a un mundo de fantasías en el que solo existíamos él y yo. Quedamos
en vernos todas las noches en la plaza y así fue. Cada día me enamoraba más de
él, cada beso, cada palabra, cada caricia que me daba hacían que lo amara
profundamente. Éramos muy felices, nos respetábamos mutuamente y nos contábamos
todo, era mi mejor amigo.
Un día mi madre dijo que necesitaba hablar conmigo y más seria de lo
normal me exclamó:
– ¡Me enteré de que están saliendo con
ese limonero! Quiero que te alejes de él, porque si no lo haces, vas a tener
serios problemas. Asustada y angustiada le contesté:
—¡No puedes controlar mi vida! Yo amo a Miguel y no me alejaré de él. Me
fui llorando a mi cuarto y no salí en toda la tarde. Hablé con Miguel y le dije
que debíamos dejar de vernos tan seguido, pero que seguiríamos haciéndolo.
“Eres el amor de mi vida y me niego a estar lejos de ti. Siempre te amaré.” Le
dije. “Haré lo que sea para estar contigo”, respondió Miguel.
Pasaron los meses y él y yo nos veíamos de
vez en cuando, pero seguíamos muy enamorados. Una tarde, estando juntos, mi
amado limonero me dio un dulce beso el cual fue separado por mi madre, quien
junto a mi padre, aparecieron de la nada. “Te dije que no te quería ver cerca
de este muchacho y me desobedeciste." Dijo mi madre con sangre en los
ojos. Pero yo misma me encargaré de que no se vuelvan a verse más. Mi padre me
tomó del brazo y me metió en la camioneta y, desde la ventana, me despedí de
Miguel. Le grité que lo amaba y que pronto estaríamos juntos otra vez.
Mis padres me mandaron a un internado que
quedaba a miles de kilómetros de casa. Hicieron hasta lo imposible para cortar
cualquier comunicación que tuviera con mi amado Miguel y pasé los años más
infelices de mi vida encerrada en aquel infierno. Pasaron tres largos años pude
regresar a casa, estaba muy feliz ya que por fin podría volver a ver a mi
familia y amigos y lo más importante: volvería a ver a Miguel.
Llegué a casa, saludé a todos y corriendo, me dirigí hacia la plaza
donde estaba el árbol de limón, pero tal fue mi sorpresa que al llegar, ya no
estaba. En su lugar, había sido plantado un árbol de tamarindos que no tenía
gran tamaño y me empecé a preguntar ¿Cómo? ¿Qué sucedió con el árbol? ¿Y
Miguel?
Asustada corrí hacia la casa de
Miguel y toqué la puerta algo apresurada y al fin abrió la puerta una señora
que, al parecer, era una sirvienta y dijo:
— Hola. ¿Qué se te ofrece?
— Eh… Sí, vengo a buscar a Miguel el limonero.
-- Lo siento contestó, pero no sé de quién me habla, contestó.
De pronto, apareció la dueña de la casa y me atendió. La señora amablemente
me preguntó qué deseaba y le conté lo que ocurría. Ella me dijo:
- ¡Ay querida niña! La señora murió
hace algunos años y su hijo Miguel, según los médicos murió de forma natural,
pero yo no creo en los científicos. Para mí, que se murió de tristeza.
Al oír las palabras de la anciana, salieron de mis ojos, lágrimas de
dolor y sentí cómo se rompía mi corazón lentamente. Según la nueva dueña de la
casa, encontró una carta la cual me enseñó y vi que tenía mi nombre escrito. La
misma decía:
“Triste soledad y gran agonía y sufrimiento abundan en mi ser y en mi
corazón. He pedido a mi padre, a mis amigos, mi madre está enferma y ahora mi
gran amor es arrancado de mi vida. Ya no quiero vivir. ¡Qué triste miserable
destino me ha tocado! Ya no puedo y no quiero continuar. Por ser un pobre e
inútil limonero, me han arrebatado lo que más amo. ¡Oh mi dulce y hermosa
Luciana, si la vida permite que leas esta nota, quiero que sepas que jamás te
olvidaré y que si mi destino es morir, será de tristeza y de dolor. Y no vale
la pena vivir si no estás a mi lado; he perdido la fe; Dios me ha abandonado.
Quiero que sepas que siempre pienso en ti y que has sido lo más preciado que he
tenido… Las palabras se me agotan, ya no sé ni qué hacer, solo que Te Amo como
a nada en este mundo y que quiero que seas feliz, ya sea conmigo o sin mí.
Miguel Gutiérrez.
1 de agosto de 2004
Al
leer esta carta me arrodillé en el piso y las lágrimas salieron como una fuente
de agua y el dolor me desgarraba las entrañas y el corazón. Regresé a mi casa
con una gran tristeza. Pasé varios días en medio de una gran depresión, sin
pronunciar palabra alguna, preguntándome porqué me pasaba esto. Quedé con una
gran duda. ¿Dónde quedó aquel frondoso árbol de limón? Supe que tiempo después,
el limonero fue cortado al morir Miguel y, en su honor, la plaza pasó a
llamarse El limonero de las Américas.
Ha pasado mucho tiempo y recuerdo a Miguel claramente… el amor que sentí
por aquel dulce muchacho está aún latente en lo más profundo de mi corazón.
felicidades, excelente este cuento.
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