Melquiades Villarreal Castillo.
La poesía es creación y la creación no se debe tanto al esbozo de novedades como a las nuevas concepciones de cosas ya conocidas. Esta afirmación carece de pretensiones de novedad, mas es aplicable al poemario Artefactos de Héctor Collado, el cual obtuvo el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró, sección poesía, en el año 2004. En una lectura primera y superficial (por la rapidez con que realicé la misma y, sobre todo, por haber empleado el lente de la ingenuidad), el texto me pareció llano, común, cotidiano, hasta que releí el poema Túnel, que a la letra dice: “No estoy ciego./ Sucede que tengo miedo/ y no veo la luz/ al final del día”. Cuatro versos desprovistos de rebuscamientos léxicos, aunque amos de una profundidad semántica insospechada, especie de punto cero de donde pueden partir todas las vías de exégesis imaginables. El poema tiene una casi irónica perspectiva de exactitud, por lo breve y por lo amplio, elementos estos que, esbozados simultáneamente, dotan a los versos de una mágica panorámica, pues el laconismo se lo debe al vocabulario utilizado; la amplitud a la profundidad y precisión significativa. Es la esencia de la vida del hombre, de la humanidad. Todos anhelamos y tememos saber cuál es nuestro destino al final del túnel minúsculo que conecta las dos eternidades que marcan los linderos de nuestro espacio vital. Lo único que nos salva es el temor, que nos ciega y nos impide levantar nuestra mirada hacia el futuro inexorable. Luz y sombra recrean un cuadro sugestivo: el hombre vendado, cuando avanza por una vía lumínica, siguiendo el rumbo que conduce a la eternidad. Insisto una vez más, el poema es una metáfora de la vida humana, que también es breve y plena de significados.
El héroe poético sabe lo que ha creado, Túnel es el epicentro del poema, pero del mismo modo en que nuestra vida es un momento de plenitud entre dos infinitos momentos de nada, el poema nos eleva para ver hacia atrás y hacia delante con la misma precisión. Hacia atrás, observamos una serie de pistas que van desde la búsqueda de las claves que nos permitan entender la realidad de este cosmos poético, desde el desprecio por todo, hasta la presencia de la muerte que merodea sonriente en cada poema; hacia delante percibimos pistas de la inutilidad de la búsqueda de explicación de la vida y de las burlas contra la muerte.
Paisaje final, primer poema de la colección, nos sirve para sustentar nuestros puntos de vista: “El ojo se alarga./ Busca allá en el fondo/ un árbol de horizonte/ y pájaros de sal./ El viento pasa lista a los sepulcros./ Desde mi lápida/ las doce letras de mi nombre/ dicen presente./ La rama está preñada./ La fruta canta”. Es imposible, tampoco es el objetivo de una reseña, pretender arrancar todas las posibilidades interpretativas a los símbolos presentes en el texto. Es trascendente, sin embargo, percibir qué significa el alargamiento del ojo: a nuestro juicio, evidencia la curiosidad del ser humano por conocer su destino, la finalidad de su existencia; luego, la búsqueda en el fondo, es una clara alusión al interés por conocer todo, hasta lo más nimio de su propia esencia, sustentada en los signos de un árbol en el horizonte, es decir de la sorpresa como factor justificador de la vida. Los pájaros de sal pueden simbolizar muchos elementos, desde la fragilidad del elemento, acompañada de su incapacidad para el vuelo, hasta la interpretación folclórica de la mala suerte que muchos decimos tener. El canto de la fruta, la rama preñada, no obstante, a pesar de ser imágenes simplistas en apariencia, son capaces de contener en su médula el secreto de la continuidad: la rama preñada tiene evidentes características masculinas (el elemento fálico, la fortaleza aparente); la fruta que canta nos simboliza a la mujer –tal vez en estado de embarazo– con su dulzura, sus misterios, sus caprichos y, sobre todo, con su capacidad maravillosa de contener en su carne la continuidad de la vida.
Eternocardiograma es un poema que le permite al héroe poético la capacidad divina de elevarse sobre la débil condición humana, con una invitación a imitarlo: “Yo no le temo a la muerte omnisciente/ ni a la nada pudibunda./ No me asusta lo efímero ni lo eterno./ Debajo del escombro mi osamenta/ y en el fondo del silencio mi latido”. La conclusión nos la ofrece el poema sin ningún artefacto que lo disfrace: no se debe temer a lo efímero, ni a lo eterno, lo importante es vivir, vivir a plenitud, de modo que, aun después de muertos, hayamos dejado un recuerdo que justifique nuestro paso por la vida.
La presencia de Heráclito, en el devenir continuo de las cosas, es el sostén filosófico del poemario. Todo fluye. Se repite. No obstante, nunca volvemos a leer, en el poemario, el mismo poema, los mismos versos, pues aunque en Sin testamento se repiten en diversas ocasiones los versos: “Todo lo que tuve y lo que fui,/ sin testamento,/ se lo dejo al viento”, los mismos adquieren nuevos significados ajustados a los haces de versos precedentes, recreando la imagen de que no nos bañamos dos veces en el mismo río; puesto que del mismo modo que el agua fluye, fluyen los versos; del mismo modo que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río, no podemos encontrar dos veces el mismo significado a los versos de Collado. En este sentido, creemos que el poema El lío de Heráclito lo aclara todo: “Todos los fuegos/ son iguales,/ pero nadie/ es dos/ veces/ la ceniza”.
Hemos visto la forma como Héctor Collado, con sus Artefactos no nos miente, eso ha creado. Por eso, lector intrépido, te invito a desarmar estos artefactos, a recomponerlos, a jugar con ellos, con lo cual tal vez podamos lograr comprender la amplia gama de posibilidades creativas e interpretativas que la lectura nos puede dar.
Peña Blanca de Las Tablas, 15 de febrero de 2005.
Nota. Melquiades Villareal es escritor, docente y asesor del Círculo de Lectura Guillermo Andreve.
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