Hace once años tuve la oportunidad de escuchar el mejor discurso de mi vida. Lo dio el Dr. Carlos Iván Zúñiga, quien comenzó diciendo: "Si alguien piensa que se va a aburrir que se retire." Habló cincuenta y nueve minutos con cincuenta y ocho segundos demostrando que la oratoria es una y que la palabra tiene más valor cuando se barniza con el tinte de la honradez.
Uno de los discursos que más se recuerdan sobre él es el siguiente, que me permito emplear para conmemorar aquel 27 de noviembre de 2002 en la Casa de la Cultura en Las Tablas.
Tomado del diario LA PRENSA. 29 de septiembre de 2001. (http://mensual.prensa.com/mensual/contenido/2001/09/29/hoy/opinion/275827.html)
Carlos Iván Zúñiga Guardia
"La honradez como estado natural de la conciencia viene de la cuna, de los buenos hechos o de la palabra del docente con sentido de patria."
Tengo el privilegio y la responsabilidad de escribir todos los sábados en este diario. Llevo ya más de un año de entregar a mis lectores el fruto de mis consideraciones sobre diversos temas específicos. Procuro que prevalezca la sencillez y claridad del lenguaje. Mis primeros artículos eran intimistas, especie de secretos del alma que surgían de las experiencias de mi vida. Tuve la osadía de llevar al escrutinio de otras personas mis ocurrencias, mis pesares y mis ilusiones, las frustradas o las coronadas con el éxito. Es una tendencia literaria que tiene sus simpatizantes, sus buenos adeptos, que toca las puertas de la curiosidad, que entabla un diálogo sutil entre autor y lector y lo que se dice se suele leer con una sonrisa amable. Las producciones semanales fluían con ese estilo y de pronto, a golpe de inercia o manejado por un gusanillo que yace en mi subconsciente, barrenador de mi tranquilidad, me atrapó el tema político, esa epidemia crónica del medio, del que deseo rehuir o vacunarme; protegerme de sus efectos por carecer de apetito para ese debate que consumió mi vida, y por eso lo enfrento con un desgaño o con un desencanto muy notorio.
Hoy debo retomar los puntos del ovillo inicial y, como quien cosecha recuerdos del árbol de su vida, quiero escribir páginas y páginas sobre los anillos que conforman el tronco de mi existencia. Son los anillos de las edades, para calcularlas, y ellos encierran los inolvidables episodios que formaron mi carácter y el carácter de una generación. No entro en la consideración del abecedario aprendido en el hogar, tan solo dejo constancia de que el honor se fragua con el ejemplo de la cuna, con las manos y las voces de los padres. Es útil recordar lo ocurrido a Napoleón III, según relata Duclos. Un día fue requisado su domicilio. El fiscal encontró la condecoración de la Legión de Honor y preguntó a su dueño: “¿dónde encontró usted esa condecoración?”. “ En mi cuna, fiscal”, fue la respuesta de El pequeño como luego conocieron a ese descendiente de la estirpe de los Napoleones. Es que el honor es patrimonio espiritual que encuentra su principal nidal en la cuna. También puede ser el penacho distintivo de quien responde exclusivamente a la alcurnia de su propia ejecutoria vital.
En mi época de institutor llegó al aula como profesor de Gobierno don Angel Lope Casís, así Lope, sin ser abogado, caballero a carta cabal. Hombre de andar solemne y atildado de estampa, de rostro severísimo y no muy agraciado. Otros eran sus encantos, la erudición y el buen manejo de la urbanidad, según Carreño. Sus clases eran realmente de altura universitaria. Era un crítico de las malas prácticas políticas, y minutos antes de iniciar la lección del día comentaba un hecho de interés nacional, de actualidad. Era un orientador, era un maestro. Esa metodología la tuve vigente en mis años de docencia universitaria, y en verdad mis alumnos se congregaban en torno a mi voz con interés superlativo.
Pero mi profesor Lope Casís era un personaje fuera de serie, excepcional. Carecía de dobleces, de mimetismo. Nunca matizaba su rostro. Las palabras más tristes o las palabras más alegres o solemnes no variaban la expresión, siempre grave. Siempre serio, rígido, austero, siempre maestro.
En el primer examen bimestral, y posteriormente en todas las pruebas, ese maestro se subió a un pedestal propio para ser ocupado por José Ingenieros, por los grandes maestros de América. El profesor Casís nos dictó las diez preguntas del examen. Dio la espalda al grupo y escribió en el tablero: “No creo en la honradez vigilada. ¡Viva la honradez!” Volvió a nosotros su mirada grande y con toda solemnidad dijo: “regreso al salón cuando termine la hora del examen”. Se fue, se iba siempre el día de cada examen, y nos dejaba solos con nuestra conciencia. En esa hora todo era silencio, podía escucharse el golpe de un limón que caía; nadie osaba volver sus ojos a los apuntes, a la “batería” escondida y mucho menos al examen desarrollado por algún compañero. El estudiante que desconocía la respuesta ponía sobre el papel, “profesor no conozco el tema, ¡Viva la honradez!”
Unos días después de la prueba el profesor Angel Lope Casís traía en sus manos todos los exámenes. Nunca ocultó el formidable triunfo de su lección moral. A todos decía alguna palabra, a los que contestaban bien daba unas palmadas y también algo en él absolutamente inusual; regalaba una sonrisa. A quienes poníamos ¡Viva la honradez! en la respuesta desconocida, con su rostro más serio que nunca expresaba: “usted será un gran ciudadano”.
En las clases de Gobierno, los que sabían y los que no sabían sentían que aquella era una clase de nutrición de la conciencia.
La honradez vigilada por un extraño deja de ser honradez. En estos casos la honradez puede ser simulada y en el trasfondo del alma puede ocultarse una pata de cabra o una ganzúa. La honradez como estado natural de la conciencia viene de la cuna, de los buenos hechos o de la palabra del docente con sentido de patria.
Recuerdo El Quijote que interpretaba Cantinflas. El gran cómico se encontraba hospitalizado y la enfermera tentadora se le acerca y le dice: al fin solos, don Quijote. Alarmado, casi al borde de la consumación del abuso, don Quijote con la sábana cubriendo su rostro le dijo: “No, no, yo no puedo ser infiel a mi Dulcinea del Toboso”. La enfermera, con febril acoso ataca y dice: “Pero, don Quijote, ella no está aquí, estamos los dos solitos, ella no se dará cuenta”. Don Quijote le apagó su calentura con tres palabras: “Pero yo sí”. Cantinflas, el Quijote maravilloso, tampoco creía en la honradez vigilada. El era el fiscal y el juez de las tentaciones.
Don Angel Lope Casís murió ya hace algunos años. No tengo la menor duda que en el Instituto Nacional se encuentra en el olvido. En el Ministerio de Trabajo, como ministro, en la Corte Suprema de Justicia, como magistrado, a su paso encontró señorío y asiento en la probidad. Sus alumnos ya casi todos en el ocaso de su propia existencia lo recordamos con gratitud porque supo prolongar la misión de la cuna y enseñó que la honradez también se sazona en el horno espiritual de la escuela.
En el vestíbulo del Instituto Nacional con Emerson se dice: “Los que construyen sobre ideas construyen para la eternidad”. En los tableros de las aulas de mi generación Angel Lope Casís escribió: “No creo en la honradez vigilada. ¡Viva la honradez!”
Dos mensaje magistrales para la juventud de todos los tiempos y para la eternidad.
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