La vida del ser humano, generalmente, resulta curiosa;
sobre todo, si se trata de un escritor. La situación se torna singular en el
caso de Sergio Ramírez quien cumplió, hace unos días, setenta años de edad;
pero al mismo tiempo, celebra cincuenta años dedicados a la literatura.
Sergio Ramírez |
El primer libro que leí de él fue Mentiras verdaderas, obra que a los hispanoamericanos nos
permite percibirnos a través de la verdad de nuestras ficciones o advertir nuestras
ficciones a través de la realidad, per se ambas son extrañas, singulares,
inextricables si se quiere; aunque a fin de cuentas constituyen la amalgamada simbiosis de
nuestras cotidianidad histórica.
El libro en mención recoge mil y un punto de vistas
interesantes para todos los que amamos las letras y que, de algún modo, padecemos
la necesidad permanente de comunicar algo.
En este sentido, veo con profunda preocupación que muchos de los más
laureados escritores ocultan en extremo lo que Sergio Ramírez anuncia y
denomina “sus secretos de cocina”, es
decir, los medios y métodos empleados para crear sus ficciones que, en alguna
medida, no son más que mímesis de la realidad propia u observada.
Don Sergio ha ganado el honor de ser apelado por muchos
escritores como “Maestro” y, en efecto, es un maestro, porque no tiene reparo
alguno en revelar los secretos de su escritura; aunque somos plenamente
conscientes que una vez que él los cuenta nos los priva, pues son parte de la
originalidad de su estilo. Así, a manera de ejemplo, rescata a Margarita Debayle, varias décadas
después de haberse paseado “por los parques del Señor… bajo la lluvia y más
allá… envuelta en dulce resplandor…”, después de haberse eternizado en el
momento en que Jesús le regaló una estrella: “porque son mis flores de las
niñas que al soñar piensan en mí”, luego de estar inmortalizada en una edad de
ensueño, para convertirla más que en una mujer, en una persona madura
identificada con la realidad propia de todos los seres que a diario hacemos el
periplo en el inmutable valle de lágrimas.
Lo que ocurre es que Sergio Ramírez ha dedicado gran
parte de su vida (cincuenta años) a la literatura, y con la imparcialidad que me da el hecho de
ser panameño, me atrevo a afirmar que esta actividad ha esculpido su nombre en
el mármol de la inmortalidad, eclipsando su lucha contra la dictadura de
Somoza, su desempeño como vicepresidente de su país y sus esfuerzos por lograr la
justicia y la democracia que se complica en un segundo período presidencial de
Daniel Ortega.
Ramírez, desde su blog El boomeran conquista lectores más allá de las fronteras
nicaragüenses, para que, de algún modo pueda emular a Bolívar y decir que para
sus ideas, su patria es el universo.
Para todos es sabido que Sergio Ramírez es una de las
plumas más reconocidas en América Latina, que sus personajes como Catalina o
como el lexicógrafo que quiso inventar la palabra perfecta o como la voz de tres mujeres que rescatan del
olvido a la poetisa Yolanda Oreamuno, en el personaje incorpóreo que solo logra
vida en la lectura de la novela La
fugitiva.
En fin, las ficciones y las realidades de Sergio Ramírez,
sin lugar a dudas, se consolidan como un verdadero banquete, las cuales, a
pesar de que sus recetas de cocina son develadas, se enarbola como un “como un
canto de vida y esperanza”, para “esta América ingenua que reza a Jesucristo y
habla en español”, como alguna vez cantara Rubén Darío.
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