Melquiades Villarreal Casillo, Academia Panameña de la Lengua, 8 de agosto de 2024.
Cursaba el tercer año de escuela
secundaria cuando, por accidente, escuché una discusión sobre un tema
idiomático entre los profesores de español de mi colegio. Se logró un consenso cuando
alguien convenció a sus iguales de que él tenía la razón, porque era amigo
de un amigo de don Miguel Mejía Dutary quien era miembro de la Academia
Panameña de la Lengua. Este detalle captó mi atención y, desde hace más de
cuatro décadas, me intereso por todo lo que tiene que ver con los ejercicios de
esta casa.
Evoco los versos de Sergio González
Ruiz: “las fuerzas de mi destino/ me llevan a tierra extraña” para
decir: las fuerzas de mi destino me han colocado en una situación insólita,
puesto que los señores académicos han tenido a bien cubrirme de honores al designarme
para ocupar una cátedra entre ellos, un sitial que han llenado ilustres
panameños, entre ellos, el mayor de todos los santeños, don Belisario Porras
Barahona.
Llegar hasta aquí es una
consecuencia de mi relación amorosa con la palabra, escrita o hablada, con mis
labores literarias y lexicográficas y, claro está, con la benevolencia de los
señores académicos.
Me enamoré de las letras cuando pisé
la escuela primaria; captaba mi atención el hecho de que la maestra sabía leer
y contarnos historias, que en el aula de clases había una pequeña biblioteca que
me permitió comprender la orfandad intelectual existente en mi hogar donde no había
ni un solo libro. Nací y me crie entre personas iletradas, salvo mi abuela,
quien, aunque escribía, no sabía leer. Ella, al conocer mi inclinación por las
letras, me obsequió una página de la Estrella de Panamá que guardaba como un
tesoro. En esa página se contaban los detalles de la pelea que escenificaron el
campeón mundial de peso completo Rocky Marciano con el excampeón Joe Louis en
octubre de 1951. Entre mis dedos y, frente a mi vista, aquella página se esfumó
de tanto leerla; fue mi primer contacto con las letras y con la imaginación; la
magia de las palabras me sirvió para concebir en mi mente a los peleadores y la
fuerza de sus golpes como si hubiese estado yo aquella noche en el Madison
Square Garden de Nueva York.
Luego, apareció en casa un libro ilustrado
que marcó mi vida: Las mil y una noches. Después de leerlo, relacioné las
historias fantásticas con lo cotidiano: los viajes de Aladino en su alfombra
mágica no me impresionaron; me habían contado que lo mismo hacía mi tía Rosa Padre
con la escoba que utilizaba para trasladarse en las noches de luna llena por
los montes con el fin de convertirse en venado y asustar a los cazadores. Del
mismo modo, las épicas batallas de los diversos varones valientes que, en las
páginas ilustradas de aquel volumen, exhibían grandes y relucientes alfanjes,
para mí no superaron los singulares combates de mi abuelo quien, con ceremonial
parsimonia, se despojaba de la camisa de manta sucia, del sombrero y de las
cutarras; miraba hacia las alturas solicitando la bendición divina para esgrimir
su cólin (machete) con el ánimo de vencer las tormentas y los vientos.
Permítanme un ejemplo más. Mi papá,
aunque ignoraba los arcanos de la lectura, manejaba oraciones (palabras con
poder) para todo: para prevenir daños (maleficios), para evitar
hemorragias, para amansar las bestias, para seducir a las doncellas, para
recuperar cosas perdidas; incluso con una oración podía prevenir y curar los
daños vermiculares que los gusanos de monte (tórsalos) producían en el ganado
en un perímetro de unos diez kilómetros a la redonda. Curaba ojeados (personas
enfermas o tristes); sabía la oración para prevenir farachos, morideras, mal de
los siete días o nervios de mujer. Puedo aseverar que, sin internet, mi papá
teletrabajaba, pues los efectos sanadores de sus palabras actuaban a distancia, sin cables, de
manera virtual. Sus oraciones eran un remedo del bálsamo de Fierabrás, la
panacea para todas las enfermedades, tal y cual nos enseña Cervantes.
La escritura llegó a mí por necesidad.
Desde los ocho años me dediqué a escribir cartas de amor para niños y niñas en
mi escuelita primaria, quienes eran víctimas de sus corazones enamorados y del
mutismo para expresar sus sentimientos; cobraba diez centavos por cada epístola,
lo cual me permitió costear mis meriendas en los recreos. Mis cartas de amor
tuvieron éxito para casi todos, menos para mí, pues las que yo firmé para mis
dulcineas, transcurrido medio siglo, ninguna ha sido respondida. La ausencia de respuesta a mis cartas
personales, la comprendí después; su origen se encuentra en mi incapacidad para
el deporte, para la danza, para el canto y para cualquier otra actividad capaz
de atraer el interés de las féminas. Acepté entonces que Dios había premiado mi
vida con dos invaluables dones: además de poco agraciado, no me dotó de las
apetecidas destrezas debidamente justipreciadas por las damas.
En ese ir y venir, a finales de los
años ochenta, compartí libros y experiencias lectoras con el poeta Gustavo
Batista, quien me comentó que se había ganado un premio de poesía de la
Universidad de Panamá en el cual don José Guillermo Ross Zanet, había sido
jurado, lo cual lo llenaba de gran felicidad. Y, en verdad, no era para
menos.
Conocí a don José Guillermo,
caballero de pocas, pero de certeras palabras, por lo menos conmigo, cuando era
el director de esta casa. Hablé con él sobre varios temas, incluyendo su
poemario Un no rompido sueño (publicado en 1984), en la cual manifiesta
fino gusto y dominio de la poesía española del Siglo de Oro, lo cual se
evidencia hasta en el título, que es un verso del célebre fray Luis de León en
su Oda a la vida retirada: “Un no rompido sueño,/ un día puro,
alegre, libre quiero; no quiero ver el ceño/ vanamente severo/ de a quien la
sangre ensalza o el dinero”.
La poesía de don José
Guillermo es cristalina como ha dicho doña Margarita Vásquez: “Ros-Zanet
asienta su poesía..., formalmente muy bien estructurada, sobre los valores y sentimientos
más altos y puros, y expresa la seguridad de que el hombre camina, astronauta
de este siglo, hacia un espacio ideal. Es un verdadero tránsito de la
autenticidad a la esencialidad, cargada ella misma, de elementos propios,
naturales, legítimos, asentados en aquella primera búsqueda del ser auténticamente
panameño”.
El poema 1 de su obra Ceremonial
del recuerdo, ganadora del Premio Nacional de Literatura, Ricardo Miró, sección
poesía, en el año 1954, me sirve para ratificar las palabras de doña Margarita:
“El habla nace y nos dura./ Dura apenas la palabra/ el instante del nombrar;/
más dura el hombre, y el habla/ nos dura por siempre y está/ en el comienzo del
alma,/ centrada en su eternidad”. Lo efímero y lo imperecedero se imbrican
en estos versos para recrear la esencia misma del ser humano, en una clara
alusión de desdén hacia la vanidad de vanidades que campea por el Eclesiastés.
La Academia Panameña de
la Lengua, en su página, presenta una información sucinta, pero axiomática sobre
la prolífera obra de este médico chiricano que encontró en la riqueza de su
alma la forma de combinar la ciencia médica con el cultivo de las letras. Me
honro, amigos, en ocupar la silla G que un día fue la cátedra de tan ilustre
panameño.
La vida, caprichosa como
es, me permitió una grata experiencia que motivó mi alma de lexicógrafo que un
día auguró una de nuestras académicas: doña Isabel Barragán de Turner. Caminaba yo por una de las calles de mi
pueblo, cuando escuché una voz que me grita: “Pelao, (muchacho) ven acá. ¿Cómo
te llamas?” Era Roberto Durán. Le respondí: “Me llamo Melquiades
Villarreal”. Durán se echó a reír y me
dijo: “Pelao, tú no eres Villarreal, tú eres un cují, tú eres Melquiades
Ayala, tú eres hijo de Osvaldo Ayala”.
Aprovecho este recuerdo del gran boxeador, para testimoniar mi
admiración por quien hoy me recibirá en esta casa: doña Margarita Vásquez,
persona predecible, porque me dispensa un gran cariño y una amistad sincera, me
ha reprendido cuando no corrijo lo que escribo, a la vez que ha elogiado mis
logros y me ha animado a continuar con mi labor en pro de nuestra lengua
materna; en fin, ha sido mater et magistra. Por una obra suya, El Diccionario del
Español de Panamá (DEPA), supe varios años después lo qué me quiso
decir Durán cuando me tildó de cují: vástago producto del engaño de la
madre, hijo de otro hombre que no es su padre biológico. Aclaro que fue una
broma de Durán, que soy hijo de mi padre y que, de sus veintidós retoños, soy
el que más se le parece.
El diccionario de la profesora
Margarita es una obra monumental que
recomiendo a todos los interesados en conocer los secretos del español
que hablamos en nuestro país; hoy lo empleo para interpretar el carácter
poético del hombre interiorano (cualquier persona que no sea oriunda de la
capital del país), tema de esta disertación. Cuando yo era busero (conductor
de transporte público), escuché a un pasajero (un niño) expresar una frase de
extraordinario valor poético: “Mama, siento un deslampado —entiéndase un
deslave— en el estómago). Jamás escuché definir el hambre con mayor precisión
poética.
Y es que el interior del
país está lleno de poesía. No es para menos. Vivimos situaciones interesantes.
Hace muchos años, invité a cenar a un restaurante en una playa de Las Tablas al
académico cubano, mi maestro de antaño y del presente —espero que lo sea en el
futuro—, don Rogelio Rodríguez Coronel, que hoy me honra con su compañía. Él me
dijo: “Es increíble que ustedes parezcan tan caribeños, si viven en la costa
pacífica”. Y sí, nuestra esencia es
caribeña; cuando estudié lexicografía en España, me percaté de que los
panameños tenemos mayores similitudes léxicas con los cubanos y los dominicanos
que con los costarricenses o los colombianos.
Al mencionar, el nombre
del distrito de Las Tablas viene a mi memoria la sorpresa que se llevó el
académico español don Francisco Rodríguez Adrados cuando visitó nuestro país
hace una década. Recuerdo que me preguntó: ¿cómo es posible que existan pueblos
con nombres como Los Santos o como Las Tablas? Y se echó a reír. Ahora me
cuestiono sobre lo que pensaría el doctor Adrados si hubiese escuchado el
nombre de los sitios que fungen como antesala a mi pueblo.
Cada una de las
situaciones que nos rodean se convierten en musas obligadas. Cuando Bolívar Rodríguez cortejó a una muchacha de
Canajagua (sitio donde los hablantes dan un significado muy particular a la
palabra armonía; para ellos, significa: angustia, desprecio,
desfallecimiento, debilidad, cansancio,
fatiga, aunque en el Diccionario de la Lengua Española encontremos las
siguientes definiciones sinonímicas: concordia, avenencia, acuerdo, paz,
solidaridad, arreglo, entendimiento, unión y fraternidad, entre otras) le dijo
que no le podía corresponder sus intenciones amorosas, porque estaba
comprometida. Según Bolívar, la armonía de sus anhelos tuvo por respuesta una
gran armonía: el angustioso desprecio de la joven. Esta situación inspiró a su
musa y compuso los versos siguientes: “Donde anida la torcaz/ y se oye el
canto del turpial/ allá tengo mi habitad/ Canajagua monte adentro”. También nos brinda muestras de amor por su
terruño al modo del poema Patria, del secretario perpetuo de esta casa
que es de todos, don Ricardo Miró: ¡Oh Patria tan pequeña, tendida
sobre un Istmo/ en donde es más claro el cielo y más brillante el sol,/ En mi
resuena toda tu música, lo mismo/ que el mar en la pequeña celda del caracol!”,
Bolívar Rodríguez, en Nostalgia panameña espeta: “Cuando me pongo a
pensar/ en mi tierra panameña/ siento en el alma una pena/ y un gran deseo de
llorar./ Es la tierra sinigual, estos cielos que hoy añoro/ con mi canto más
sonoro/ a ti te vengo a cantar”. Sin embargo, me parece más interesante,
cuando le canta a Chitré, su pueblo natal, con gran añoranza, extrañando en su
vejez, el pueblo que conoció en su juventud: “Desde Chitré, pueblo mío,/
donde yo aprendí a soñar/ canté a la brisa del mar/ y al frescor del monte
umbrío./ Contemplando el horizonte/ esclarecido en la aurora/ canté cual ave
canora/ que ofrece su trino al monte”.
Ocurre igual con
Atenógenes Céspedes, quien, a sus quince años (en 1953) en el Instituto
Nacional escribe su poema Soy santeño, en el que elogia su terruño:“Yo
soy santeño: de la fértil tierra/ donde murmura, cantarina el agua/ donde
yergue su cumbre el Canajagua,/ cual soberbio monarca de la sierra./ Yo soy
hijo del llano, hijo del monte,/ donde aromas de flor tiene la brisa,/ donde es
cada mañana una sonrisa,/ y cada atardecer un horizonte./ Yo soy santeño! ... En la frente mía/ han
grabado los siglos su grandeza/ y fundiose la hispánica realeza/ con la sangre
del indio, la bravía”. De la misma época es el poema Soy chiricano
de Santiago Anguizola, quien destaca la chiricanidad en elementos diversos: “De
junquillo flexible mi sombrero,/ camisa holgada de cotín listado, (entiendo
algodón) / pantalones de dril (tela)
fuerte y tostado,/ grueso calzado y cinturón de cuero./ Cabalgo siempre mi
corcel ligero/ con el machete del arzón colgado”,/ y siempre gran afecto he
profesado/ a mi soga y montura de vaquero”.
Salvador Medina Barahona,
poeta actual y mi maestro de poesía, elogiador de mi poema Los maullidos de
la micha (gata) se sincera en su Viaje a la península soñada (la
de Azuero) que hasta en su nombre es producto de la metáfora, pues revive el
nombre del médico colombiano Vicente Azuero quien jamás pisó esas tierras. Sin
embargo, en los poemas de esta colección, el hablante se lamenta de que, al
regresar a su terruño, ya no es el mismo, es un extraño en su solar nativo, al
igual que en la capital que lo cobija.
No pertenece ni a la ciudad que lo acoge ni a la cuna que lo vio nacer.
La región de Azuero es ubérrima
en poesía; es la cuna de don Enrique Geenzier, otrora miembro numerario de esta
casa; de Javier Alvarado, hoy prometedor miembro correspondiente, de Javier
Medina Bernal, de Pedro Correa Vásquez y de doña Zoraida Díaz, quien hace más
de un siglo, víctima de una sociedad machista en extremos escribió los versos: “Quiero
ser rosa... botón; / ser celaje, rosicler,/ ser todo... menos mujer/ con
memoria y corazón”.
Definitivamente que,
como ha dicho el académico español, Arturo Pérez Reverte: “Somos lo que
somos, porque, para bien o para mal, y más para mal que para bien, fuimos lo
que fuimos”.
Ulpiano Vergara, músico
y juglar canta: “después de que todo se acaba, / entonces vengo yo”,
para indicar la nostalgia eterna del hombre que, aunque machista, es más débil
que la mujer a la que llora: “Llorando estoy/ me has despreciado/
decepcionaste mi corazón, / llorando vivo,/ soy desdichado/ decepcionado/ ya
sin tu amor”.
Gerardo Blanco (pido
perdón a los gramáticos, por el título de la canción Habemos hombres buenos,
aunque pienso que la corrección lingüística no logra, por lo menos en este
caso, la plenitud en el horizonte semántico que augura la normativa), lleva la
situación a lo máximo; y es que el
hombre interiorano, a pesar de su machismo es emocionalmente más débil que la
mujer, aspecto que se retrata una y otra vez en los versos de sus canciones.
Aclaro, antes de citar la siguiente, que el ejemplo que voy a dar surgió mucho
antes de la ley de género, y que no se presenta con el afán de esbozar ni un
punto de vista ni es una estocada léxica esgrimida con el inútil afán de influir
en ninguna forma de pensamiento, tan solo es el reflejo de una realidad pasada
de moda. Veamos algunos versos: “¡Cuántos hombres se quitan la vida por una mujer/ pero nunca he
visto que ellas lo hagan también…/ … pero una mujer nunca da su vida/ son puro
llanto se hacen las sufridas”.
Es frecuente que la voz
poética del campesino se utilice para llorar por amores frustrados que a veces
lo conducen a una misoginia de naturaleza inexcusable sustentada en El
Quijote con sólidos argumentos por la pastora Marcela, a quien la sociedad
intenta culpar por la muerte de Crisóstomo a quien no amaba (y quien se suicidó
por amor). Ella sustentó su inocencia en el hecho de que no tenía por qué
amarlo.
Aprovecho para dejar una
constancia escrita sobre un tema discutido por décadas, para aclarar una duda
popular sobre el autor de una décima que ha sobrevivido por muchos lustros: Desde
mi silla de ruedas que se le atribuye a Rufino Barahona, aunque Changmarín
me dijo que era de su autoría y don Héctor Urriola, último conocedor de
los hechos, detalle por detalle, me lo
confirmó. Veamos algunos versos de la décima aludida: “Ella sabe que es
bonita/ pero no tiene cabeza/ y la aparente belleza/ con el tiempo se
marchita/. Más pasará el alboroto/ y vendrá
otra primavera/, yo buscaré piernas nuevas/ y otra vez me pararé/ y perdida la
veré/ desde mi silla de ruedas”.
Dorindo Cárdenas
presenta una visión diferente, no acusa ni juzga a la mujer ni se queja de ellas;
al contrario, nos dice que sus desprecios y su temperamento inextricable no hay
que tomarlos en cuenta, porque: “son cositas de ellas” y que “cuando
se cierra una puerta se abren doscientas mil”. Inclusive, se burla de los obstáculos que se interponen entre los amores: “Yo me
voy yo me voy a casar/ Con una muchachita bella/ yo me voy yo me voy a casar/ aunque
sus padres no quieran”.
Seguidamente, manifiesta,
con acentuada indiferencia, el desprecio de sus suegros: “Sé que sus
padrecitos/ no quieren ser mis suegros/ pues lo que tapal micho/ no se lo come
el perro”. Cabe destacar la agramatical contracción tapal porque está para el
micho, (gato) para darle doble significación: lo que está para el micho, o lo
que tapa el micho, aunque el efecto semántico es el mismo: no se lo come el
perro.
Luego, cuestiona la
posición inútil de los suegros, valladares de su amor: “¿Qué les pasa a mis suegros?
/ ¿Por qué a mí no me quieren?/ Si ella y yo nos queremos y nada nos detiene, /
pues cuando se quiere de verdad/ no existe consejo de valor/ el amor es una
enfermedad/ que solo se cura con amor”.
Don Carlos Alfredo López
Guevara me contó que la reversión del canal de Panamá produjo una especie de
crisis en la conciencia panameña, pues durante el siglo XX se luchó por la
recuperación de la vía interoceánica, pero, al tenerla, perdimos nuestra principal
motivación como nación. Carlos Francisco Changmarín nos demuestra en su décima Sobre
el puente del canal, dedicada a la inauguración del puente de las Américas
en el año 1962, el espíritu de lucha del panameño, aunado a una motivación: el
deseo de soberanía en la Zona del Canal de Panamá, que era dominada por los
Estados Unidos. Este puente vuelve a
unir a las Américas, que habían sido
escindidas por el canal que, irónicamente enlaza los océanos Atlántico y
Pacífico, al tiempo que divide a Panamá.
La décima aludida
denuncia la insatisfacción producida por la
quinta frontera, a la vez que entona un canto esperanzador que se
experimenta desde los primeros versos: “Sobre el puente del canal/ ondeará
nuestra bandera/ orgullosa y altanera/ como antorcha universal.” Luego,
expresa anhelos de soberanía: “Panamá, patria querida, / patria de mi corazón,/
ya flamea tu pabellón/ en aquella vieja herida,/ que te hicieron de por vida/
al servicio universal/ en tu linda capital/ lucirás con gallardía/ tu bandera
patria mía/ sobre el puente del canal.”
La décima es vaso depositario
de la cultura popular; en El zahorí de La Llana, Benjamín Acevedo nos
cuenta la historia de un albino que vivió por los campos de Macaracas y Tonosí,
a principios del siglo veinte, quien tenía extraordinarios poderes de
adivinación y de curación. Sin embargo,
toda su vida está rodeada de un halo mágico que reviste cada uno de sus
momentos de un realismo pletórico de maravillas. Este personaje, cuya identidad
no se da a conocer, es peculiar, pues no solo lloró en el vientre materno, sino
que nació “cuando el cerro Canajagua, desafiaba el horizonte”, “cuando el
grito del sinsonte hacía reír la sabana”; “cuando la Tepesa buscaba el brillo
de una luz desde Bombacho hasta La Mesa”, “cuando en la cumbre lejana, cantó la
pavita de tierra”, ser mítico del que hoy, los pocos que lo recuerdan, se
burlan y que, en no pocas ocasiones, en mis días de niñez, me asustó con su
canto.
El zahorí de La Llana
era un gran curandero, capaz de sanar hasta un picado (mordido) de culebra,
utilizando remedios sorprendentes. Veamos: “Para un picao de culebra/ No
tenía comparación/ les rezaba una oración/ y lo sentaba entre piedras. / Con
plumas de una venebra/ y el cuero de una rana/ más el rabo de una iguana/ y un
poco de ají picante/ lo ponía de buen semblante/ el zahorí de La Llana”.
Y cuando el zahorí
muere, el diablo viene a buscarlo, pues los dones que poseía eran parte de un
pacto, por lo que: “Bramó en el monte el chivato/ cuando el zahorí murió/ y arrecho
se apareció/ un perro prieto y un gato./ Se veía de rato en rato/ pasar debajo
de su cama/ sapos, culebras y ranas/ y hasta un pájaro brujero/ que tuvo de
compañero/ el zahorí de La Llana”.
Finalmente, me
comprometo ante ustedes y ante todos los hablantes de esta lengua que nos une,
espero que las condiciones me sean dadas, para que mi paso por la silla G, se
matice con el trabajo fecundo, para aportar un granito de arena al crecimiento
de nuestro país y (al igual que el poeta José Franco. que seguro estoy de que
se alegraría mucho de compartir conmigo este momento) entonar los versos
finales de Panamá defendida: “Patria mía…/ mañana serás júbilo,/
podré mirarte alegre,/ oler tu casa limpia,/ sentir la aurora libre/ sobre tu
patrimonio./ Junto a tu corazón,/ mañana, te lo juro,/ cantaremos un himno/ por
la vida”.
Muchas gracias.